Mediocridad con galletas marías

El teatro y el cine, mis valedores. Tanto los amo que ante su escasa calidad en esta ciudad no asisto a la función de teatro ni a la sala de cine. Y como tanto desmerece una cinta rentada para la  video y el cine casero, no voy a agredir a director, actores y cuerpo técnico, que así se esforzaron.  Recuerdo el cine de mi primera juventud (vivo la quinta, pero a todo vivir): cientos de bodrios producidos al año. Centro y Sudamérica se hablaban de tú con Cantinflas, Tintan, Pardavé, la Aguelita de México…

Ahora mismo rememoro aquella sala de barrio crujiente de muéganos y palomitas de maíz. En gran acercamiento la “grupa bisiesta” de Maritoña Pons, sudorosos aguayones de meneos oscilantes y trepidatorios, 8 grados en la de Richter,  al ritmo de la guaracha  en frenesí de timbales y tumbadoras. “Ya empezó la guaracha del salón”. Qué tiempos…

Pero no todo es eterno, jura el cantar, y menos en la sala del cine. Un mal día (un mal sexenio) las balagardas del Guero Castro  asaltaron los América y Churubusco, y entonces: fin de toda una época de cine, que atrás quedaba la ceja arriscada de Lola del Río jugando las contras con la de Pedro Armendáriz. Pero, mis valedores…

Acabo de reincidir. Qué no haremos o dejaremos de hacer por los coqueteos insinuantes de la consentida:

– Bergmaniana, un triángulo pasional.  Mi marido anda de viaje. ¿Vamos?

Enfrentados a unos ojos estrelleros cómo no claudicar. Y allá vamos, y llegamos a la sala de cine. No ya uno de aquellos mausoleos monumentales de raída alfombra roja y tufo a todo lo humano, sino una coquetona salita picada de gringo. Entramos. Yo, aquella corazonada…

Y el encontronazo con la aplastante  zafiedad, una incultura crujiente de golosina chatarra que  Texas nos avienta en plena boca y el ruidajo del ponchis-ponchis importado junto con lo de chupar, lamer, beber, remoler. «Animo, compañero».

Calló el ponchis-ponchis. En la pantalla una hora de comerciales y entonces: ella, él y el otro, a sufrir, y yo con ellos. Drama, tragedia, desgarraduras. Triángulo pasional. Yo, por penetrar en el mundo mágico del arte, trataba de salir del mundo ramplón de unas quijadas con estrépito y ritmo de trapiches. Imposible; los ávidos trapiches remolían pistaches y eructaban aguas negras. Mis valedores: ¿cómo se puede alimentar con el arte el espíritu mientras la tripa con palomitas? Y un cambio más:  ya no el ruidajo de los comentarios con acento de arrabal del cine de barrio, sino el ruidajo con sonsonete de pirruris, ¡y de repente el celular! A gritos. Un enjambre de celulares, y palomitas, papitas, gansitos, chocolatines de importación. Mi ajena mujer me oprimía la diestra y, tal si tratase de amenguarle temblorina y sudoración, se la colocaba aquí, allá, acullá, sudorosa también. «Animo».

Llegó el clímax de la tragedia pasional: amante y casada infiel sostienen aquella noche su postrer entrevista en un cafecito de Estocolmo.  Al salir, él va a quitarse la vida. Ella, en tanto…

Rincón en penumbra, tazas de café, galletas en la mesita, y florero, y unos rostros de ansiedad que proyectan el drama del rompimiento. Yo, atragantado de emoción. Y fue entonces. Del lado izquierdo la señora obesa, al marido:

– ¡Mira, viejo, galletas marías!

Magia, tensión, emoción, angustia; todo se me chorreó, todo se lo llevaron las galletas marías. “¡Nena, escapémonos!”

Nos escapamos. Juré que cine nunca más. Y así hasta hoy. Nunca más convivir con la mediocridad. He dicho, y firmo para constancia. (Vale.)

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