Elba Esther

Y el bueno pica a pendejo, trova el cantar. Mis valedores:

Esta es la historia de un sastre de mi tierra de nombre Próculo, malvavisco el corazón y condición tan tiernita que rayaba en la debilidad.  Con el tiempo este buenazo derivó en solterón, que su carácter de queso tierno y tal temple de jericalla no le alcanzó para agencias de una amantísima, esa la sin par Nallieli que habita junto a nosotros, los que nacimos con esa buena fortuna; la amadora amante que para nosotros es todo, y tantito más: tuétano, almendra y puntal del oficio del diario vivir, y esto me lo van a entender aquellos de ustedes que saben de varonía y corazón de pan fresco, como es el mío. Pero el bueno de don Próculo…

A falta de hembra para asuntos de amor, el sastrecillo cifraba sus ilusiones en un caballo. Dormido y despierto se soñaba galán que en penco lomo gateado se paseara, lucidor, del parían a la plaza y del puente a los portales en cosas de lucimiento. Cachondeando su sueño mi señor don Próculo fue ahorrando cuanto centavo le sobraba de alforzas, pespuntes y dobladillos, hasta el día aquel en que llegó a juntar los oros bastantes para hacer vivo su sueño, su gran ilusión: una yegua alazana. Fina estampa, caballero…

¡Helos, helos, por do vienen el pajarero manojo de temperamento y el sastre encima! Y   a darle gusto a la vida, que es la única que tenemos…

Darle gusto es un decir, porque apenas sentía al sastre sobre los lomos, la yegua sobrona se alzaba, entera,  y  lo que ocurría entonces: que ella imponía sus criadillas, y al cuerno rienda y espuelas. ¿Que el sastre decía media calle y la yegua media banqueta? Por la banqueta nos íbamos, a querer o no. ¿Que don Proculito decía calle real, y la yegua callejón de las guilas? Por frente a la daifas pasábamos, y a enrojecer a las risotadas de las del gusto, que para eso había mucha yegua para tan menguado Próculo…

Y fue así, mis valedores, como vino a suceder: un domingo de aquellos, a la hora de misa mayor, cierto charrito cerrero quedóse viendo a la yegua. Cetrino el hombre, seco de carnes, estevadas las zancas, percudida gamuza de chamarra y pantalón, espuelas y cuarta de cuero crudo; varón aquel de los buenos cristianos que a lomos de penco nacen, crecen y estoy por decir que se reproducen. Y algo estaba por suceder, porque…

Ahí miró al animal, ahí lo fue semblanteando, lo observó su buen rato, y entonces al sastrecillo, que sesteaba al pie: “Oiga, don, si me hiciera la valedura de emprestármela un su ratito pa sentirle la condición…”

Y sí: de un brinco, el charrito estaba horquetado en la yegua y la animaba con suave chasquido de labios: “Tch, tch, bonita…” Y fue entonces.

Apenas sintiendo jinete encima, la muy sobrona decidió que era bueno el atrio del templo para corcovos a esa hora dominguera en que mozas y demás gente de bien salían de sus devociones rumbo a la plaza mayor. Entonces (fijaros bien), que ante una yegua desbozalada el charrito mete un apretón de zancas, un recio tirón de rienda, un enterrón de espuelas por las verijas y aquel santo reatazo en el anca.

– ¡Yegua cabrona!- Y que asegunda el cuartazo. “¡Jijadiún!»

Dicen los viejos de la comarca, y al decirlo sonríen (con los puros ojos), que al poderío de la rienda y pegando ardido sentón de nalgas, la yegua desobediente, un calambre el ardor del cuartazo, giró la testa y con espantados tomates miró al charrito. Entonces, baba sanguinolenta y quebradita la voz, dijo así a su mandón:

– ¡Ay, mi señor, perdóneme, creí que era don Proculito!

(Elba Esther.)

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