Sin huevos

Este es un recado, mis valedores, para uno al que ustedes conocen bien, ese que a todos nos ha afectado en la economía familiar y cuyas indecisiones e indefiniciones provocan en todos nosotros desánimo, desconfianza y arranques de rencor mal sofrenado. Digo al causante de nuestras penurias:

Grave que sus vaivenes y veleidades provoquen la desconfianza popular, pero más grave que sea usted signo y la clave de todo un país, el nuestro. ¿Lo merece, cree merecerlo? Cómo ha sido que  usted, santo y seña de todo México, se achicó ante su responsabilidad hasta el grado de permitir (¡propiciar!) que un intruso extranjero se infiltre en México y tome las decisiones que sólo a usted corresponden. Pero ya usted no pasa de ser la sombra de lo que debería ser para todos nosotros, a quienes debe el privilegio de estar donde está. Pero cuán cierto el versículo de la Biblia:

“Nadie puede aumentar a su estatura un codo”.

Usted, pequeñajo irredento, ningún margen de independencia conserva a estas horas; su dependencia del vecino del Norte es total, y denuncia su propia debilidad y que no pasa de ser lo que muestran sus hechos: un mediocre total, ya indigno de nuestra confianza, lástima.

Lástima, sí, porque aquí, allá y dondequiera no recibe más que indiferencia y  desdén, que eso y más merece porque no merece más, y esto lo avalan la historia y la realidad objetiva. Lástima de economía popular, que usted tanto ha perjudicado. (¿Usted? No usted, sino quienes lo manejan como marioneta.)  A propósito:

En una cuestión coincidimos mega-ricos y el fregadaje del país: en nuestra compulsión por mirar hacia el Norte y confiar en el gringo todo lo que de usted desconfiamos, todo esperarlo del extranjero que se ha venido adueñando del país mientras que a usted, el responsable de nuestra creciente  vocación proyanki, lo desdeñamos. Y la vergüenza ajena que usted nos provoca a tantos; vergüenza propia, después de todo…

Cuántas esperanzas defraudadas, cuántos perjuicios causados por su indefinición, cuántas ganas de creer en usted, de volver nuestra cara a la suya sólo para encontrarnos con un ente amorfo,  gris, medianejo juguete de las circunstancias de aquí y del exterior. Por su culpa (de todos nosotros) hemos terminado por poner el destino común en el gringo. A propósito:

Cuanto más lo observo más le descubro lo corriente y picotón; lo miro ayuno de valor y enseñando el cobre de que está malforjado. Cada mañana mi primer pensamiento: amanecí, milagro de la vida, y enseguida: cómo habrá amanecido, si es que logró amanecer,  el pequeñín de tan pocas agallas y tan pocos alcances, el ninguneado por todos, el de la pinta insignificante del que se habla, si se habla, a lo despectivo.

Pobre de usted, representante de nuestro México. Pobres los que vivimos atenidos a usted, y la mala fortuna: mientras usted mira al Norte, los fuertes, los dignos, miran al Sur. Allá, en las tierras del Sur, los colegas dan al gringo la espalda y se fortalecen, y cobran peso, presencia y sustancia en el mundo. Son el orgullo de los hombres del Sur. Usted, mientras tanto, mediocre y bocabajeado, anda a estas horas de pedigueño a las puertas el vecino imperial (para el prepotente del Norte como si  no existiera, como si hubiese dejado de existir. Lo veo, lo compruebo, y este ánimo, que se contrista…)

Pero la culpa no es suya sino de todos nosotros, pesito mexicano: ya saldrá de de esta postración algún día, cuando todos nosotros… (En fin.)

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