¿Alcahuetes nosotros?

El Tezcatlipoca de temporal, mis valedores. Fue tradición meshica que  año con año los mercaderes mercasen un esclavo, y lo aseaban y vestían con ropajes idénticos al dios que el tanto de un año iba a representar, y lo veneraban como al mismo Tezcatlipoca. Este “dios” postizo podía caminar por donde quisiera, pero siempre bajo la vigilancia de doce hombres de guarda para evitar que intentase la huida de su destino al final de la representación divina. (Al actual Tezcatlipoca de ocasión lo cuidan doce también, pero en términos de escuadrones, divisiones, pelotones, un ejército de guardias presidenciales y francotiradores apostados en cada azotea de colonias enteras clausuradas al tránsito de ciudadanos para que amor y veneración de los siervos no vayan a lastimar a su bienamado). Con esa guarda lo dejaban andar por donde quería. (Como aquí, en nuestro Estado laico,  a los santos lugares del  Verbo Encarnado: la catedral, la basílica, el Vaticano.)

“Tenía este indio el más honrado aposento del templo, donde todos los señores y principales le venían a servir y reverenciar con el aparato que a los grandes, trayéndole de comer y beber (y vaya que en esto del beber…) Al salir por la ciudad iba acompañado de señores y principales, y llevaba una flautilla, y las mujeres salían con sus niños en los brazos y se los ponían delante saludándolo como a un dios (hoy, aquí, las madres corren a refugiarse en su casa y a sus niños los esconden entre sus brazos mientras pasa el Tezcatlipoca sexenal)”.

“De noche le metían en una jaula de recias viguetas porque no se fuese (¿no intentase renunciar?). De mañana lo sacaban y después de darle a comer preciosas viandas poníanle sartales de rosas al cuello (al cuello quisieran algunos colocarle al actual un sartal, pero no de rosas).  Salían luego con él por la ciudad, y él iba cantando y bailando”. (¿Efectos del comer y beber?)

“Nueve días antes de la fiesta venían ante él dos viejos muy venerables, y humillándose ante él le decían con una voz muy humilde y baja: “Señor, sabrás que de aquí a nueve días se te acabará este trabajo de bailar y cantar”. Y mirábanle con atención, y si notaban que no andaba con el contento y la alegría que solía, tomaban las navajas del sacrificio y lavaban la sangre humana en ella pegada de los sacrificios pasados, y con aquellas babazas hacían una bebida mezclada con cacao y dábansela a beber, siendo enhechizado con aquel brebaje.

El perpetuo ejercicio de los sacerdotes era incensar a los ídolos y a su representante en ceremonia donde ninguna leña se quemase sino aquélla que ellos mismos traían, y no la podían traer otros sino los diputados para el brasero divino. Y así se llegaba el día de la fiesta.

A media noche tomaban al elegido y sacrificábanle haciendo ofrenda de su corazón a la luna, y después arrojándole al ídolo. Lo alzaban los que lo habían ofrecido, los mercaderes, que ya tenían otro esclavo preparado para la semejanza de su dios”.

Y a esto quería yo llegar. Al inocente, la muerte. ¿Y al Tezcatlipoca que carga sobre sus lomos   cientos de miles de muertos y   huérfanos, de lagrimas y dolor? Por cuanto a los herederos de la sabiduría indígena, ¿cómo iremos a reaccionar con el Tezcatlipoca impostor  a partir del primer día del próximo diciembre? ¿Permitir que se arrope en una alcahueta impunidad? Mis valedores: ese es el destino de quien se niega a pensar: perdón y olvido al que se va y al que llega nuestra esperanza completa. Este es el  México de la impunidad. (Lástima.)

 

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