Cantarillo del miedo

Noviembre está a tiro de piedra, mis valedores. Yo, por lo pronto,  ya inicié el rito de mis fieles difuntos. Esta mañana, el ánimo quebrantado a la advocación de mis ausentes, cuyas fotos sembré entre ceras e incienso de la ofrenda familiar, me nace traer ante ustedes los aires de una remota leyenda de muerte y amor que nació en tiempos distantes allá entre los pueblos quechuas de Los Andes peruanos y la Bolivia colonial. Sí,  la historia de Manchay Puitu, Cantarillo del miedo. El amor, una quena y la muerte, y no más. Humanísima la leyenda resuena todavía hoy en el canto dolido de un amor rmalaventurado, como suele ser el de tantos de todos nosotros. Aquí, de protagonistas, ella, él, una quena y la muerte. La leyenda colonial:
Para hurtarle el cuerpo a la esclavitud, el indígena no tenía más que uno de dos senderos: el arte religioso o el sayal de fraile. Uno de tales indígenas, descendiente del Padre Sol hasta que Pizarro llegó a desmentirlo en el juego de cruz o espada, se hizo fraile como artificio contra la servidumbre, y repartía su diario vivir entre el oficio divino y el muy humano de amarse con una a la que bien quería, soberbia moza de Potosí, donde ubicábase la parroquia.
Pues sí, pero aquel amor, expresivo y fogoso, se tornó piedra de escándalo, y la superioridad eclesiástica decidió intervenir, y miró de separar a aquellos amantes enviando al religioso hasta la remota ciudad de los Virreyes (Lima.)
Ruda separación, días interminables, descorazonamiento de la sota moza, que se agostó hasta el límite de la vida, y tantito más allá, hasta el camposanto de Potosí, donde quedaron sus restos. Pero el amor, vencedor de la muerte…
Al tiempo los días de la penitencia cumpliéronse para el fraile, que desalado se vino al olor de su amor sólo para venir a toparse con la mala fortuna: su única, su amantísima, había fallecido en la espera, y qué hacer. Lacerado de su razón, el amador se encerró en su parroquia, malviviendo de responsos y visitas al camposanto. Y fue así, mis valedores…
Aquella noche, extravío y demencia, el fraile cava la tumba y de los despojos mortales hurta una tibia, y en el despojo mortuorio nació viva la quena y dio voz y sobrevivencia a los pueblos quechuas. Y ocurrió que al soplar su instrumento aquel artista amador, poeta y hombre de ardor amoroso, dio en introducir su quena en un cantarillo formado con una  clase de arcilla especial, de modo  tal que la produjo unos sones con resonancias lúgubres, tormentosas. Y cuán melancólicos yaravíes saldrían del humano instrumento, que al oírlos el vecindario  se santiguaría, conmovidos, para acabar bautizándolo como Manchay Puitu, Cantarillo del miedo. Animo contristado, en la noche escuchaban:
¿Qué tierra cruel ha sepultado – a aquella que era mi única ventura? – Lozana la dejé como una flor – ¿Algún viento maligno se la ha llevado? – Voy siguiendo su rastro – voy buscando su sombra – ¿Es ella quien me da su sombra en el camino – o es sólo el velo de mis lágrimas?
Yo soy la noche misma. Busco la soledad -Yo soy la propia carne de lo dolorido – y quiero huir de mi pensamiento, pero no – Le arrancaré siquiera un hueso – y lo tendré en mi seno tal si fuese ella misma – Se convertirá en quena entre mis manos – Y llorará mis propias lágrimas – desde la eternidad – y desde el origen  de la luz – ¿Es tal vez ella quien me está llamando? – No Es tan sólo el lamento de mi quena…
Los fieles, amorosos difuntos. (Aolí…)

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