Por eso no voy al teatro ni voy al cine. Al teatro, porque al actor que más grita le dan su premio. ¿Al cine? A ver. Fue hace años; tras una ausencia de lustros retorné al cine. La sota moza que me concede la gracia de su intimidad me pidió que viéramos una cinta que parecía dedicada al par: el triángulo amoroso y el drama pasional “Quien tú ya sabes salió de viaje, ¿Vamos?”
Fuimos. Con la esperanza de que el cinéfilo de mi país se hubiese civilizado me arriesgué a regresar; pero Dios, qué regreso: yo, el ánimo encogido a la pesadilla de las mega-marchitas, salí de casa con tres horas de anticipación, y sí, tránsito embotellado, desvío de vehículos, cierre de avenidas, el caos. Abandoné el volks y (los compas taxistas conocen de atajos y contraflujos) tomé el ecológico. Ya cuando los marchantes coparon el taxi, porque no me coparan a mí (la “o” convertida en “a”), pagué la dejada y a trotar, o del triángulo pasional alcanzo nomás el triángulo. Al trote corto llegué a la taquilla, me reuní con la dama, y al salón, y qué cambio respecto al viejo concepto de cine que me había forzado a huir…
Ahora ya no los dos pisos del galerón monumental sino la salita íntima, lujosa, confortable. Aquí ya no desleídas cortinas de rojo terciopelo que se remecen a los embates de La Boa, sino un cortinaje flamante que se convulsiona al estrépito del ponchis-ponchis gringo. No, y los asistentes: ya no la plebe que devastó la dulcería: paletas, pepitas, muéganos, palomitas de maíz. Ahora palomitas de maíz, refrescos de cola, chocolatines de importación. Se me encogieron. ¡Por no convivir con la plaga de los traga-palomitas, había desertado del cine! Intenté recular. Mi nena me oprimió el brazo: valor…
Al ponchis-ponchis siguió una hora de anuncios comerciales, vertiginosas imágenes a 10 mil decibeles, y por fin el drama de pura estirpe bergmaniana: ella, él y el otro, a sufrir, y yo con ellos. Drama, tragedia, desgarraduras: triángulo pasional. Yo, por penetrar en el mundo mágico del arte, trataba de salir del mundo ramplón de los traga-palomitas. Imposible; los ávidos trapiches a lo estridente remolían pistaches y eructaban aguas negras, y yo pregunto, mis valedores: ¿se puede alimentar con el arte el espíritu y al propio tiempo la tripa con palomitas? Y un cambio más: ahora ya no el ruidajo de los comentarios con acento arrabalero, sino el ruidajo con sonsonete de pirruris. Y de repente, friégale: plaga que no imaginaba, el celular. “Le apagas la tele, le das su merienda y lo duermes. Si llega el señor le dices que…”
Celulares. Un enjambre, entre tufo de chocolatines de importación. Mi acompañante, por darme valor, me oprimía la diestra y, tal si tratase de amenguarle temblorina y sudoración, se la colocaba aquí, allá, acullá, sudorosa también. Y el clímax de la tragedia pasional…
En la pantalla, rincón de una cafetería penumbrosa; mesita y florero, platillo de galletas y la taza de café desdeñada en el clímax del drama. Ahí el rostro agónico de dos amantes que ante la inminencia del suicidio se miran por última vez. Yo, atragantado de tensión, mirábame en tal espejo cuando, de súbito, Dios, la pareja de junto:
– ¡Mira, vieja, galletas marías..!
Magia, tensión, angustia, todo se me chorreó, todo se lo llevaron las galletas marías de una cafetería penumbrosa de alguna ciudad nórdica. “¡Nena, escapémonos!”
Nos escapamos. Juré que cine nunca más. Lo he cumplido. Mis valedores: ¿nuevo cine mexicano? Tal vez. ¿Nuevos espectadores? ¿Qué me contestan? (Dios.)