Llovió en el jardín. Lluvia mansa, que intentaba pasar inadvertida. Al aroma de la bugambilia recién bañada se me vino encima la evocación. Al contemplar la llovizna me punzó la añoranza, la tristura por los años dorados de la niñez, esos que para mí transcurrieron acunados en la paz y el amor de mis buenas gentes y al arropo de los derrumbaderos zacatecanos de mi Jalpa Mineral. Qué tiempos, qué niño fui una vez, qué feliz. Y pensar que yo no lo sabía; de haberlo sabido… En fin.
“Fue mi libro de texto un amor escolar”.
No mi profesora, quede esto claro. Ella sólo me enseñó el silabario (el de San Miguel, yo tierno aún, y ya ella pasada de tueste). Más tarde iba a llegar la niña de mis amores tempranos, que sigue siendo de mis amores tardíos. Ella, la sota moza que allá en mis terrenos acaba de fallecer. Accidente automovilístico. Ella, tan llena de vida, por la que yo me desvivía. Yo aquí todavía a estas horas, mientras que la niña de mis amores al arrimo de un álamo del camposanto descansa en su paz. Caprichos macabros que tiene La Parca…
Pero fuera tristuras; si la bienamada descansa en su paz, haya paz también de este lado. Haya sosiego, el que necesito para relatar a todos ustedes un suceso que aconteció en tiempo de aguas, cuando esa coqueta y frutal sota moza que es mi Jalpa Mineral muda de ropas, se despoja del pardo sayal del oficio de tinieblas, las rogativas cuaresmales y las postrimerías del alma para al filo de las primeras tormentas echarse encima sedas, gasas y encajes de festividad, vaporosas y olorosas a albahaca, geranio, yedra, jazmín. Y aquel tufo (ardor, fecundidad) de hembra en brama que se desasosiega y despide humores de fermento, humus, mantillo, encelando al cielo para que la empape, y después parir. Primavera. Y aquellos chamacos cómo quedar reducidos al aula escolar.
– ¡Al paseo, a la excursión. En fila india todos!
De ser “india”, que entre nosotros es decir indígena, la fila india tendría que ser de cazcanes, sangre de bravos y temerarios que al mando de Tenamaxtle mandaron al mundo de la paz eterna al Tonatiúh, nada menos. Al valeroso crudelísimo que fue el soldado aventurero Pedro de Alvarado. “Hasta tu muerte o la mía”, la divisa del guerrero cazcán. Pero a la excursión escolar me referí en un principio.
A La Cañada, La Villita, El Santuario todos los de las primeras letras, pastoreados por el mínimo (bajo de estatura) profesor Máximo. Yo, circundado por aquel mundo de feracidad y horizontes revenidos de verdes, allá voy, un ojo al gato y otro a la niña de mis dos ojos, a la que con las puras pupilas me bebía. Ella por aquel entonces ajena a mis amorosos afanes, y años más tarde al trágico fin que le aguardaba por culpa de un irracional alcoholizado que manejaba el volante de su camioneta. Ella, el primer amor. A lo lejos facetea falseteando el cantador de la Costa Chica:
Dos palomitas azules – paradas en un romero – la más chiquita decía – no hay amor como el primero…
Pero esa chiquita, inexperta a su edad, ignoraba que todos los amores nuevos (no los amoríos) son siempre el primero. Conste.
Y vámonos al paseo todos los niños de escuela, y échate a espulgar bajíos y laderas (sus escurrimientos, orgasmos de vivas aguas), y aspira a todo pulmón el olor de la guayaba, el membrillo, el guamúchil; y qué diablos le ocurre a esa lagartija, que avanza a remolque sobre esa otra, y frente a la gloria de verdes pelambres de la sabinera, a cantar a gritos…
(Ese canto, más tarde.)