Cristo Jesús: soy uno de los reclutados de última hora a las bodas del hijo del rey, que el impostor acaba de falsear al citarlo en plan de reproche para quienes no acudieron a su convocatoria para otros vengan a hacerle un trabajo que él no pudo realizar, por el que los súbditos le pagamos sustancioso salario.
Por qué los cortesanos desairaron el convite es lógico: todos permanecían resentidos por la rijosidad del monarca y agraviados por los malos tratos de un soberano mostrenco, pequeñez y masquiña, que en su trato con los subalternos emplea un trato grosero y mendaz. ¿No es cierto su mal natural? ¿No es rencoroso, no es vengativo como todo mediocre que de repente, coletazos de la fortuna, se mira con el poder en sus manos? Cómo uno de esos percatarse de que es el hombre el que da a valer el trono y no el trono a quien no nació para dignidades? Por eso fue que los cortesanos rechazaron la invitación y en los mensajeros vengaron maltratos y vejaciones del vinagrillo que convirtió en avispero de rencores la corte imperial.
¿La reacción del pequeño monarca? De mecha corta como era, se hinchó de iracundia y mandó a sus tropas asesinar a los que lo desairaron y que piedra sobre piedra no quedase de la ciudad. A incendiarla…
Pues sí, “pero mi banquete de bodas está preparado. Salgan a los caminos y echen realada con los que se topen, no importa si vagabundos, romeros, prófugos de la justicia, mujeres de mal vivir. A reclutarlos, y que por una vez en su vida sepan lo que es el hartazgo”.
Y a las veredas, al camino real, a las ruinas humeantes de la ciudad. A aprehender a cuanto desbalagado no logró ponerse a cubierto. Tales convidados ocuparon el salón del banquete. Yo, Jesús, fui uno de ellos, y me considero un afortunado. Usted, omnisciente, sabe por qué; para los demás habré de aclarar el motivo.
Yo fui testigo, señor, de la rijosidad del que se coló hasta el trono por la puerta de servicio, y fue que al descubrir entre los reclutados a cierto infeliz que “no llevaba ropaje adecuado”, lo mandó atar de manos y pies y que fuese arrojado a la calle, donde sería el llanto y el crujir de dientes. ¿Culpa del desdichado? Usted, que formó a estadistas que no precisan de gritar para ser respetados y obedecidos, ¿por qué de barro tan deleznable modeló al de su fabulilla, que en un alarde de prepotencia mandó asesinar, que se empapó de sangre las manos y dejó la ciudad en ruinas, aunque semejante crueldad no engrandeció su magra estatura? “Nadie puede aumentar a su estatura un codo”, afirma La Biblia. Sí, por supuesto, todo en su fabulilla es simbólico, pero…
En fin, que en viéndose solo y su alma el ruincejo se rodeó de gente menor, y con ella comparte las viandas que todos costeamos a fuerza se gabelas, impuestos, contribuciones; con ésos integra su corte de los milagros en un reino que se le va de las manos. ¿Se imagina el gusto que los de leva le hallarán a las viandas? A clara de huevo. Sin sal. De mí qué decir, que con esfuerzos contengo el vómito…
Yo, un afortunado, dije antes, y es que al alcance del brazo mantengo al del brazo que mandó quemar mi país, mi ciudad, mi casa, a mi padre, caído de la gracia del rey. Frente a mí la carne, y con qué tasajearla. En los bandazos del viento que se cuela por las ventanas percibo el humo de la hornaza, allá afuera. La muerte de un padre, una familia, un hogar, una ciudad; un almácigo de 28 mil cadáveres me obligan a tomar el cuchillo y mirar la carne. Este sudor, la flacidez de las manos. (Valor.)