Conciencia de mi conciencia

(A lo intempestivo me informaron que mi padre había muerto allá, en su nidal zacatecano, pero él está vivo, o qué hiciera yo sin esa estrella polar. Aquí, el retablillo de Dn. Juan, mi padre.)
Porque es usted, como la patria, inaccesible al deshonor. Con su ejemplo, que no con  buenos consejos,  enseña valores morales que norman la humana conducta: justicia, verdad, libertad, amasijo que da sustancia a la varonía. Porque es usted humanismo y dignidad en todos los actos de cada día. Porque tan tolerante es con los demás como severo con usted mismo. Porque valedor lo ha sido de todos, y generosidad y  misericordia en el trance en que hay que abrirse las telas del corazón. Filósofo de lo fugaz, del fatalismo suave y sin estridencias, usted se mantiene tan lejos del ruiderío y la desmesura como aledaño de la sonrisa y el buen humor. El  pudor y el decoro, la vergüenza y la dignidad. Mi padre.
Miro de ojos adentro a tal varón de virtudes, pura reciedumbre y verticalidad, y una conciencia que en la humana conducta sólo un par de colores distingue: el blanco y el negro, sin más; el de la dignidad y el de su contraparte; sin medias tintas y sin matices, sin disculpas ni justificaciones. Sin más. Miro esos ojos donde se columbran, machihembrados, mansedumbre y rebeldía, severidad y comprensión, la tolerancia, la gravedad y el humor juguetón, como también  una que otra lagrimilla de las enjundiosas, todo a su hora. Porque usted tiene el don de las lágrimas y me lo enseñó a practicar con mesura; con decoro, aclaro; con claro decoro. Mis valedores:
Zapatero de nacimiento, o casi, Dn. Juan fue cristiano en el mejor, en el único sentido del vocablo, el de la obra de amor a sus semejantes; creyente y religioso fue, pero sin fanatismos, sin sectarismos, sin dogmatismos, y tan respetuoso del ajeno derecho, la disensión y la disidencia, como del propio y natural. Mi padre, filósofo sin tratados de filosofía, antes de echarme su bendición porque la vida nos separaba me habló en voz muy baja y me dijo cosas: que si habrá que volar sobre el vocerío y la estridencia, y volar tan alto como lo acepten las fuerzas; que apartar de sí la quincalla y moldear el espíritu; que, rebelde a toda mediocridad, “álzate, vuélvete pura ánima después de encomendarte a Dios, el tuyo; sé siempre varón a los ojos de tu conciencia, tu único juez”. Y me echó encima su bendición, y con ella (sé que alguno de ustedes me va a entender) me tornó indestructible, invulnerable con su bendición. Mi padre…
Óigame, usted que me hablaba quedo: frente a mi zozobra lo miro todo el tiempo, y de tarde en tarde frente a mi paz interior, cuando  emparejo mis hechos a mis proclamas. Lo tengo enfrente, donde quiera que estemos usted y yo, y sonríe, y sé entonces que para mí nada está perdido.
Eso es todo, señor. Con mi amor, el testimonio: usted es la sabiduría que encamina, el consejo que guía, la ponderación que sosiega,  el ejemplo que incita, la ausente presencia que sanciona mis actos y el impulso para poner la proa hacia esa estrella inasible. La conciencia de mi conciencia. Usted, padre…
Muy cierto, señor; ya lo veo menear la cabeza,  incómodo. Decirle esto que le digo salía sobrando, y en público, más. Pues sí,  pero cuántos de quienes viven uncidos al calendario del comercio transnacional y acaban de agasajar al padre, más allá de moño y de regalillo le aprontaron un espíritu reseco de amor. Algo podrá sugerirles esto que le digo a usted, padre Juan. (Vale.)

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