“¿Por qué no pudimos ganarle a Sudáfrica? ¿Por qué no logramos definir, por qué se nos negó el gol? ¿No hubo actitud, no estuvimos motivados? Con Francia podemos empatar y ganarle a Uruguay, ¿por qué no?”
Así me habría dirigido a ustedes para enajenarlos un poco más y tornarlos aún más dependientes de once alquilones del futbol, y consolidarlos en su actitud pasiva de héroes por delegación en provecho de mercachifles que mueven masas como marionetas. Pero no. Una moral personal, una ética periodística me impide inferirles un agravio de ese tamaño.
Yo también fui un manipulado, mis valedores. A mí también me devoró el Tigre Azcárraga de aquellos tiempos. Sin nunca hasta entonces haber tocado un balón y a dos nalgas frente al cinescopio, me posesioné de las hazañas deportivas del equipo de mis amores, y con las hazañas de los jugadores, mentecato de miércoles, fui héroe a trasmano, como tantos de hoy. Yo fui uno de esos, pero de esa la mugre me lavé a tiempo como también del licor, el cigarrito y el clásico pasecito a la red en plan de mirón. Y a vivir.
Hoy, ante el espectáculo de unas masas a las que duopolio y demás mercachifles me lo traen a estas horas como agua en batea, me he puesto a pensar en los tiempos, qué tiempos aquellos, en que fui uno más dentro de ese escalofriante negocio de los fenicios. Yo, fanático del futbol. Qué tiempos…
Hoy mismo, al filo de la nostalgia, me he puesto a rememorar el perfil de las campeonísimas Chivas de los 60s, cuando no había en todo sol general un más delirante fanático ni más gritón, ni más alborotero, en la zurda el cigarrito y el desechable en la diestra. ¡Y salú por mis Chivas! Lóbrego.
El Guadalajara, mis valedores, aquel rebaño sagrado de las fragorosas contiendas contra los margaritones del Atlas, contra los Mulos del Oro, contra el aborrecible América. Presentes tengo en la mente a los once símbolos del chiverío de mis amores en la primera juventud (hoy vivo la última, pero a todo pulmón). Mis héroes de los tamaños de un Héctor Hernández, canela pura, goleador de veras. Ah, driblador de prosapia; aquella su suavidad para manejar el esférico, burlar al contrario y lanzar el trallazo que va a tronar en el mero corazón del marcador. ¡Héctor Hernández, me estoy poniendo de pie..!
Recuerdo a mi Chava Reyes, el cabeza de melón: fino a la hora de esconder el esférico, pasarlo, desmarcarse, recibir como mandan los cánones, fusilar y… ¡el Guadalajara se trepa en el marcador! Qué tiempos.
Bujía del equipo, batallador incansable, te recuerdo ahora, Chololo Díaz; largos calzones guangoches y esa tu marunga que hoy apodan chanfle, y que en las manos del guardameta rival fue brasa y pólvora, para enseguida… ¡gol! Isidoro Díaz. Chololo…
Te miro en mi mente, Chuco Ponce mentado, constructor de juego y habilitador de unos pases en profundidad que se encargaba de convertir en anotaciones aquel afamado Mellone Gutiérrez. Y quién no se alza escuchando tu nombre, Mellone inmortal, que burilaste aquel gol que te iba a convertir en ídolo de todo San Juan de Dios y anexas, gol anotado de nalga; la zurda, para más mérito. Mellone Gutiérrez…
Fino porte, señorío, verticalidad; chiva por antonomasia, el capitán Jaso postulaba en cada disparo al arco su filosofía futbolera: fuerte, raso y colocado. ¡El capi Jaso toma el esférico, se pica por el área central, dribla a un contrario, dribla a dos, dispara y …¡gol de la chiva contra los Cremas de Televicentro. ¡Goool! (Siento enronquecer mi garganta, sigo mañana.)