De Toluca regresábamos en el compacto gris. Yo, con mi Nallieli, en el asiento de atrás; adelante, mi primo el Jerásimo, licenciado del Revolucionario Ins., y al volante el Chilillo, por mal nombre Martín, que amablemente se ofreció a transportarnos. “Total, que yo también tengo que ir a Toluca a refaccionarme de chorizo. ¿Le gusta el chorizo, bigotón?”
Ya de regreso nos acercábamos a esta muy noble y vial cuando en eso, de repente, ¡Cristo Dios, el altoparlante! Primero un soplido, dos, y en seguida, vozarrón gargajoso: “¡Ese del “carro” chocolate, ¿qué no oye? ¡Oríllese pa la orilla!”
– ¿Y ora qué, cuál es el SIEDO? ¿O es la Policía de Caminos?
Y que el Chilillo mete el frenón, se baja, se aleja unos pasos y se enfrenta al del de casco y forifai. Observé el elocuente lenguaje de manos que se alzan, se abaten, se empuñan, amenazan con rasguñar; de unos brazos que se abren, se cierran, se engarrotan, se cruzan como chavo de aquí a la vuelta; de unas testas que asientan, deniegan, se arrojan como al impulso de la tarascada. Reunión en la cumbre y en pleno proceso de cabildeo. Cedo, no cedo, concedo, transijo, regateo, llego al acuerdo. A querer o no. Diez, quince minutos más tarde, el “chocolate” volvía a tragar asfalto. A pino fresco, el aroma de La Marquesa. Ahí nomás, tras lomita, las luces de la ciudad. México…
– Jijos de su repelona, con perdón aquí de la seño Nallieli. ¿Cuánto creen que me bajaron los jijos de la rechintola? Un buen billelle que me bajaron. Ah, patrulleros, de veras que esos ni a madre llegan, y otra vez me la va a perdonar, señito. Pura transa, pura corrupción, y a fregar al que se deje, qué país…
– No, ¿y qué me dice de los burócratas, intervine. Meses me he pasado yendo a Toluca a cobrar el costo de la conferencia que impartí sobre la honradez del mexicano, y ya ve: volver con la frente marchita, sin un mísero cacho de chorizo.
– ¿Pero al cargar a burócratas y policías todo el peso de la corrupción del país no están siendo injustos?”, terció mi Nallieli.
Claro que no, y no nomás los burócratas. Ahí, dúo dinámico, el Chilillo y yo desgranamos todo el rosario de la corrupción, que cualquier mexicano se sabe de memoria y de corrido es capaz de recitar.
– Comenzando con la segunda esposa de ese al que le apesta El Tamarindillo, con los Amigos de Fox y esos hijos de toda su reverenda Marta, sus trafiques impunes.
¿Y dónde me deja los carteles familiares de los Salinas, Arturo Montiel, con todo y Maude y el Peña Nieto que cuando empleado gubernamental le alcahueteó sus transas?
Ahí se mentó el Fobarpoa-Ipab y la enajenación de la banca al capital extranjero, el Pemexgate con todo y Aldana y Romero Deschamps la fortuna ilícita de la Gordillo y demás gordillos antes flaquillos, que se han maiceado en el ejercicio del Poder, y hablando del Poder qué me dice del que haiga sido como haiga sido…
Mientras nosotros nos arrebatábamos la palabra, mi Nallieli, en silencio, escuchando. “Un cochinero de politicastros, traigan encima la divisa que traigan.” Y fue entonces. Mi única:
– ¿Pero corrupción tan sólo entre los burócratas, los policías y los funcionarios gubernamentales? ¿No existen otras zonas del país donde se ubique la corrupción? ¿Cargarle todas las culpas a los asaltantes de camino real?
– De autopista, querrá decir, señito.
– ¿Qué? ¿Acaso en todas las masas populares no se advierten evidencias de corrupción?
Ah, caray. Me puse a reflexionar y entonces: válgame, que recordé mi experiencia personal. (Esa, mañana.)