Cihuacóatl

La Iglesia Católica en nuestro país, ¿de algún modo afectada ante sus fieles por el escándalo Maciel? ¿Se resentirá ante las sinverguenzadas del garañón de sotana y el alcahuetaje de El Vaticano en razón de los oros con que hinchó las tripas del Banco Ambrosiano? ¿Deserción de feligres? No creo.
Si esa iglesia ha resistido el juicio de la historia, que en nuestro país la acusa de luchar contra las mejores causas sociales y alentar, aliarse y aun encabezar movimientos perjudiciales para todos nosotros, mezclada a los nombres nefastos de Huerta y López de Santa Anna, Maximiliano, Scott, y demás invasores, y combatir a mandarriazos de excomunión la Carta Magna del 57, y a punta de bala cristera la del 17.  Eso y mucho más ha resistido esa iglesia, que no pueda soportar paidofilias y pederastias. No, ciertamente. Sea el mexicano un “analfabeta religioso”, como lo afirmaba el obispo Genaro Alamilla, y su práctica religiosa no trascienda el ritual y la ceremonia. ¿Y? Un factor determina la fortaleza de esa iglesia en nuestro país, consignado en  la historia:
Resultado de la conquista, toda una raza que empezaba a apuntar para mestiza quedó inerme, desvalida, huérfana de sus dioses tutelares, comenzando con la pareja primigenia, Quetzalcóatl-Cihuacóatl, principio dual de la vida y de la muerte en la cosmovisión precolombina.
Pero en el mito Quetzalcóatl fue vencido por Tezcatlipoca, y todo el panteón de los dioses tutelares fue arrasado por los tercios del Conquistador. Cihuacóatl, por contras, logró sobrevivir encuevada en un adoratorio que la devoción indígena le había levantado en un cierto cerrillo ubicado en la ribera oeste del lago en su advocación de Tonantzin, la madre universal, madrecita de los vencidos y de la naciente raza mestiza. Y aquí el sincretismo.
Nuestra raíz conquistada mal sobrevivía entre ruinas: “Y fue nuestra herencia una red de agujeros”. Pero ocurrió entonces: ante la simbólica orfandad de un mestizo que se avergonzaba de ser sólo  hijo de la violada, rajada,  penetrada  por un padre Cortés crudelísimo, ahí, de repente, entre rosas apareció en la cumbre del Tepeyácac una madrecita del huérfano, al que en su propia lengua decía:
– Tú, el más pequeño de mis hijos. ¿No estoy yo aquí, que soy tu madre..?
Mis valedores: el día de hoy los mestizos nos disponemos a celebrar el Día de las Madres. Sólo el día de hoy tantos de nosotros, que el resto del año va a amenguar hacia ella nuestro fervor.  ¿Y a la madre del cielo? Penas, sofocos, dificultades en el áspero oficio del diario vivir: ¿dónde el consuelo? ¿Dónde, si no en la madrecita del cielo, ella que nos libró de sequías, inundaciones, hambrunas y pestes, y que en la mano de Hidalgo encabezó la independencia del país? La madrecita está ahí nomás, “como símbolo trágico de esta raza sin luz”. Porque hoy mismo el padre crudelísimo de los mestizos, heredero de Alvarado y de Cortés, así contesta a las demandas de unos hijos inmaduros que se niegan a crecer:
– Ni los veo, ni los oigo, ni los siento, y háganle como quieran.
Bueno, sí, pero hoy, Día de las Madres, ¿nosotros huérfanos, desvalidos nosotros?  A ver: silencio. Ahora sí,  ¿Escuchan?   Esa voz, muy queda, llega del rumbo poniente del lago:
“¿No estoy yo aquí, que soy tu madre?”
Ahí, en ese ayate, está la fuerza del clero, y ha de permanecer mientras perdure en la manta la madrecita de quienes sólo de ella pueden esperar.  ¿Maciel, y compinches afectar a esa iglesia? ¿Cómo, si es  México? (Cihuacóatl.)

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