Hablé ayer a todos ustedes de mis incursiones iniciales en las salas de cine, donde me cimbraron las hazañas del héroe tutelar de la barriada de aquel entonces: el Charro Negro, para quien quera algo de él. El cruel villano, con la ayuda de sus secuaces, había logrado raptar a la hija del hacendado e intentaba cortarle la flor de su doncellez, lo que ello signifique. En tal punto, rayando el penco, se aparecía el Charro Negro, una 38 especial en cada mano y el vozarrón gargajoso:
– ¡Alto ái! ¡Quietos todos! ¡Levanten las manos!
Y la gayola, que se cimbraba de gritos y aplausos….
Qué tiempos. Años, daños y desengaños más tarde, para alegrar la pantalla del cine arribarían las beneméritas del bataclán y el sainete. Hoy, en el ejercicio de la nostalgia, recuerdo a aquella soberbia Susana Cabrera, a la que algún reportero interrogó: “¿Profesión?” “Payasa”, contestó ella sin titubear. La recuerdo en su espléndida caracterización de guila del arrabal: en el rostro cargazón de cosméticos y labios estallantes de carmín; vientre rotundo, medias cuadriculadas, zapatos de latiguillo y tacón de este grandor; transparente el blusón, con escote que deja las pechugas a la intemperie, y esas caderas cautivas en una mini-mini tres tallas menor de lo que pide, implora, exige su nalgatorio. Bajo las ojeras de pintura las ojeras del vicio, la depravación y las desveladas. En este cachete un lunar simulado, y en el cogote una verruga auténtica, y las postizas de este tamaño (las pestañas) y al cuadril el bolsón. Susana Cabrera en su papel de talonera de barrio, que hagan de cuenta la que publica Milenio en su edición del pasado lunes bajo firma de Rapé:
En una esquina de Luis Donaldo, recargada en el muro, esa ramera al acecho de marchantes, vieja y viciosa, que en físico y actitudes delata la depravación. Mini-mini de licra, muslos a la intemperie, plegada la pierna derecha y el tacón del zapato contra la pared; y esa blusita, y esos pechazos, y el cigarrito en la diestra, de tabaco, tal vez. Pero qué extraño: al liguero carga prendida una espada y en la entrepierna calienta una balanza. ¿Por qué, de venda en los ojos, la pantaleta color mamey? Esperpéntica.
Ah, pero si es la justicia de mi país, hembra del trato que hace cuatro años alcahueteó en Atenco a los uniformados sicópatas de Peña Nieto, como antes al clan de Montiel, al de los Salinas, a la familia Sahagún y al de El Tamarindillo apestoso. Tal es la putona que para los tales representa el seguro de vida y el contagio venéreo para unas masas ya huérfanas de un Charro Negro ante quien clamar justicia, como de un Enmascarado de Plata, un Gavilán Justiciero, un Zorro Vengador y demás fantasmones que pare y aborta la imaginación onanista del cine de arrabal. Qué desamparo.
Ah, pero acá, semioculto en las sombras, el vividor que le administra las buscas, un padre grandote chaparrito, qué paradoja, que de grande sólo se le ha conocido la vestimenta de pachuco trasnochado: grandes hombreras y solapas en un saco que le da a los tobillos, hasta donde le cuelga esa cadena que remata en la navaja de muelle guardada en la bolsa de un pantalón guangoche y ceñido a la altura de los sobacos. No, y esos cacles de dos vistas, charol y blanca anilina, muy al modo de los 40s. Ahí, ceja levantada, la reclamación del padrotón exigente a la hembra del trato:
– A ver, mamacita, explícame por qué la gente anda diciendo que no la dejas satisfecha…
Es la justicia de México. (Mi país.)