Los Juanito y Calderón…

El Rosco y la Bicha, mis valedores, personajes que aceptan compartir conmigo este hogar. Ella, mansa bolita que rueda a los vientos de la caricia con sus modales de novia solterona que no ha perdido los coqueteos de la novia novicia. La aman Aída, el Ariel, la Mayahuel de las zarcas pupilas.

Pues sí, pero ahí nomás, a medio metro de donde esto redacto, el Rosco engrifa sus lomos. Vejez y decrepitud, de súbito se reviene y sacúdese en accesos de tos y estridencia de estornudos. Se arquea entonces, toma resuello, y al sueño otra vez. Y la paz.

Gato corriente, currículo desconocido, brusquedad de modales y la pelambre hirsuta, el Rosco es desapacible de ver, de tocar, de inspirar un afecto facilón Lo miro, le busco la cara y trato de granjearme su voluntad sobornándolo con el pocillo de leche. El, incólume, insobornable, inaccesible, ni pide ni acepta, y no agradece si se digna aceptar. Inexpugnable, ni implora ni se doblega, bien hayan la dignidad pura y la entera, solitaria libertad…

Y qué traqueteado a lastimaduras, qué áspera geografía su pelleja, fruncimiento y rasgaduras; y cómo no, si para sus nocturnas batallas de odio y amor más son los colmillos que se le fueron que los caninos que le sobreviven. Pero él, indomable, irreductible, amo de la azotea. Gatazos de callejón me lo acosan, lo acorralan, lo lastiman y revuelcan, pero el Rosco y sus dos o tres premolares ni un paso de reculón. El, vacilante el colmillo, pero redaños macizos y en su nidal, a enfrentar a los atrabiliarios; al puro instinto, a la dignidad. Fogonazos sus dos pupilas y el colmillo desenfundado, el Rosco enseña esas encías huérfanas, deshabitadas, y a espeluznantes maullidos mantiene a raya al sobrón, y al puro valor lo doblega, que valor es lo que al otro le falta. Y a echarlo de la azotea, y a chisguetes ardorosos delimitar el territorio, y el maullido retador

– ¡No pasarán!

Porque el Rosco es el temple, el carácter, la dignidad sobre el desvalimiento. En la defensa de lo justo no claudicar. No importa dónde, cuándo, cómo, con cuál ni con cuántos. Y ya rasgada la cuera, no culimpinarse ni gimotear, que el Rosco no es dado a lambidas (así). Ya después bajará a la estancia y se echará a dormir como si nada. Luego va a alzar la testa y quedarse mirando algo a lo lejos, indefinido. (Ah, si pudieses pensar, o yo captar lo que piensas, qué paradigma serías de filósofo). Los aspirantes a guerreros, los aprendices de luchador vinieran a aprender de este samurai con ribetes de kamikaze. Los intelectuales pedigüeños del premio, la beca y la dádiva, invertebrados, vinieran a palpar el espinazo del Rosco, y ya en el camino deberían tentalear lo que se llama redaños, y tal vez aprender, o sentir vergüenza; de sí y de los que los han cooptado. En fin

Yo, al verlo enroscado en su duermevela «Si supieras sonreír, ¿sonreirías? ¿Cuándo, a qué horas, por qué razón? Cuando estás a solas conmigo tal vez para ti sonríes, que el de la sonrisa como el del llanto es, para el decoroso, placer solitario». Y camino de puntillas para no turbarle su sueño. ¿Sus sueños? ¿El Rosco sabrá soñar? ¿Qué altivos sueños serán los suyos, tanto como su integridad, su autenticidad? El Rosco…

Llega la noche. Oigo los maullidos en la azotea y con ellos me duermo y sueño con Lanzarotes, reinas Ginebra y Galaor con todo y el Santo Grial, y en sueños recorro azoteas de embeleco y, Sancho Panza que alucina con las hazañas de mi Dn. Rosco de la Sin Mancha, tras de su rastro echo a volar entre merlines, endriagos y alucinantes molinos de viento. Con el Rosco cabalgo en Clavileño y me echo a hender los aires y remontarme hasta el éter, nidal de fulgores y errantes estrellas; más allá de la mediocridad, de la rampante vulgaridad, de lo zafio y de lo ruin, de lo pequeñajo. Detrás de esos muros de embrujados castillos, magia y encantamiento, me aguarda mi Dulcinea, la amantísima. En las azoteas de mi sueño (mis sueños) yo, tras de mi Sr. Dn. Rosco de la Triste Figura, enhiesto el espíritu y el ideal flechando la inasible excelsitud, en sueños enfrento molinos de viento y gatazos de la engañifa, la simulación, la ventaja la gesticulación, la más cara máscara. El Rosco…

Ahora lo estoy mirando: flaco, decrépito, lastimado, indefenso. Se me viene el impulso de compadecerlo. ¿Que qué? Alza las amarillentas pupilas, me mira así, desde su altiva eminencia, y entonces… yo agacho la testa.

El Rosco, la dignidad enteriza inaccesible al deshonor. Bien haya ¿Y los gatos de Washington, entreguistas? ¿Y los gatos de los gatos de Washington, capones neoliberales…? (¡Puaf!)

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