Hasta tu muerte o la mía

Los mexicanos y su genoma, mis valedores. Lo afirma, categórico, el Instituto Nacional de Medicina Genómica.El 85 por ciento de los habitantes del país somos mestizos, una mezcla de rasgos caucásicos y amerindios. Compartimos 99.9 por ciento de rasgos genéticos con el resto de la población del mundo. Sin más.

Y que en este país no hay margen para amagos de discriminación. Perfecto. Ya identificado nuestro genoma, no más prácticas discriminatorias contra indígenas y demás grupos marginales, ¿no es cierto? Qué bien.

Este asunto del genoma, demoledor del concepto de «razas» (que habrá de quedarse para el toro cebú), me remite a las raíces del mestizaje, mis valedores; de todas ellas debemos ser muy conscientes para conocernos (reconocernos) en cuanto individuos y en cuanto comunidad. De tales raíces, la que corresponde al conquistador, con sus tantas afluentes, es patrimonio de todos nosotros, pero no así la raíz indígena, que es varia y diversa; algunos de ustedes descienden de la raíz meshica, mal llamada azteca, y algunos más de la sangre tarasca, mazahua, zapoteca, en fin. A propósito: yo, y no es que venga a alardear ante ustedes, desciendo de una raíz autóctona de excepción: la cazcana. Blancucho deslavado como soy, de cazcán legítimo vengo por el lado indígena; de los matadores del matador, el Adelantado.

¿Que quién fue el cazcán? Nada menos que el último rebelde de la Conquista, al último que tuvo que enfrentar el Conquistador, y no cualquiera de ellos, sino Pedro de Alvarado, el conquistador de Guatemala. Y serian los cazcanes, con la involuntaria cooperación de un sevillano cobarde, quienes iban a causar la muerte violenta de Alvarado, el Tonatiú, que le decian los indígenas. Bien hayan los varones de temple, como aquel Petacal, cacique de mi Xalpa Mineral, que antes de entrar en combate con sus huestes de la cazcanía postulaba su pregón peleonero:

«¡Hasta tu muerte o la mía!»

No más. No menos. Tal era el límite.

Pues sí, pero tales rebeldes magníficos pagarían muy cara su valentía, según lo consignan documentos de época; «Muchos fueron ahorcados, lapidados y descuartizados, otros puestos en hilera y destrozados por la artillería, y algunos aperrados (entregados a perros hambrientos que los hacían morir en medio de espantosos sufrimientos). Los negros e indios auxiliares que iban en el ejército se encargaron de acabar con algunos, aplicándoles los más salvajes refinamientos de crueldad». Cuánta falta hizo a mis cazcanes una de esas estériles visitas de los altos comisionados de la Naciones Unidas para velar por sus derechos humanos…

En fin. Yo, mestizo de tantas sangres, llevo en mis venas esa de Petacal, valerosa hasta el límite, y esta de Montoya el sevillano pusilánime, que influiría en mis pocos arrestos a la hora de la verdad, zacatón como soy. Pero permítanme que les cuente retazos de una crónica tan elocuente como esta de la insurrección de Nueva Galicia:

La historia de los cazcanes tiene un punto de referencia, cierto crestón de roca viva denominada El Mixtón, ubicado allá por los rumbos de Nochistlán, Zacatecas. En la punta de tal cerro fueron todos a afornnarse, previa la convocatoria que a los naturales del rumbo formularon los caciques Petacal y Tenamaztle, llamándose mensajeros de Tecoroli (el diablo). Con toda la indiada se fortificaron en El Mixtón, y de allí bajaban a realizar incursiones por rumbos de Michoacán, de la primitiva Guadalajara, y por dondequiera que hubiese tufo de españoles: los de Proaño, de Bartolomé de Mendoza, de Hernán de Flores. «¡Hasta tu muerte o la mía!»

Dice la crónica que Pedro de Alvarado, él siempre audaz y animoso, diestro en combatir naturales, decidió salir de inmediato contra los insurrectos. Y que acometió, y veinte españoles murieron en aquel encuentro, y que tornó al ataque, y otros diez sucumbieron.

Luego da cuenta la crónica de que llegó de esta suerte Alvarado hasta una empinada cuesta, y que «él caminaba a pie y delante de él subía Baltazar de Montoya, natural de Sevilla y escribano del Adelantado. Montoya arreaba su caballo fatigado, que delante de él con gran dificultad trepaba por la senda». Repentinamente tropezó el animal, perdiendo pisada, y rodó por el abismo, arrastrando en su caída a Pedro de Alvarado. El choque fue tan violento y tan espantosa la caída que cuando llegaron en su auxilio, el Adelantado agonizaba. (Sigo Mañana)

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