Aquí, para ustedes, mi retablillo anual en torno a ese Santo de la santería popular que parió, creó y crió la imaginería de las masas, y que permanece vivo en la memoria colectiva por gracia y milagro de esas vetustas películas que exhuma el cinescopio. Vivo está, redivivo a contracorriente del tiempo que todo lo borra. El Santo, sí, El Enmascarado de Plata. A propósito…
Fue un día como el martes pasado, pero de hace 24 años, cuando el paisanaje amanecía huérfano porque, de repente, se le fue el Santo al cielo. El Santo de su devoción, uno al que pocos identificaban como un tal Rodolfo Guzmán Huerta, pero que todos conocíamos como El Enmascarado de Plata. Qué tiempos. Nosotros, los de El Santo, ya no somos los mismos, que no es lo mismo El Santo que 24 años después. Yo, al recuerdo del símbolo popular, le entono mi endecha anual, mi elegía, y así clamo, a su memoria, en un aniversario más de que se nos fue El Santo al cielo:
Santo, Santo, Santo, señor de los cuadriláteros. Santo Enmascarado de Plata, de rogamos, óyenos. Sanchopancesco quijote de máscara y capa cirquera: ahí donde ahora tomas resuello tras de caer vencido en la rigurosa lucha a una sola caída y sin límite de tiempo, escucha a tus devotos, los que acá quedamos. Esto te lo digo porque eres lo que eres, Santo tutelar de la fanaticada de todas las arenas del barrio, donde se creyó -se cree- en ti y en ti se confía como nunca en ninguno de esos luchadores rudos, villanos del golpe bajo, la trampa y el costalazo, que han dejado memoria ingrata en esa arena que se nombra «México». Esto te lo digo, Santo, por lo que en mi gente eres de ánima y estilo, de amalgama e identidad, contraseña y memoria colectiva; porque percibo que mueres al modo del purulentillo del panteón náhuatl, requemado en la hornaza para revivir sol, símbolo y Santo de la santería popular. Porque a tu advocación se arriman ésos a los que dejaste solos y mortecinos, huérfanos de algo porque se han quedado sin Santo y seña-Desde aquel cuadrilátero al que hayas ido a parar mira por nos; por la desfalleciente esperanza de esa fanaticada que acá se queda luchando un día sí y el otro también en este encuentro desigual a cotidianas caídas que tiene sentenciado a perder con los rudos del costalazo por las malas artes de arbitros vendidos, cuando no comprados. Mira por ellos que, siempre perdidosos, de tus triunfos sacaban los suyos (héroes por delegación; ah, terca inmadurez), y el desquite contra los rudos, esos del negocio de la política y esos de la política del negocio que me tienen al paisa con la espalda en la lona.
Santo señor de la menesterosa esperanza en esta arena que nombramos «México«: tu capa y tu máscara fueron (en olor de leyenda lo son todavía) la materialización lentejuelera del heroísmo y la honestidad, y el valimiento de paisas y el triunfo del bien sobre el mal; fueron y serán el símbolo populachero de la Justicia, acá donde Justicia no existe para el respetable más que en el pregón de los demagogos. Nos la nombran, sí; nos la cantan, nos la predican, nos la mientan. Ya sería mucho que también nos la impartiesen…
Santo: tú que en gallardas contiendas desenmascaraste a tantos, ¿y a ésos cuando, Santo señor? ¿Cuándo? Te rogamos, óyenos a los que en lugar de asumir, preferimos seguir delegando. En mesías, en «impuestos», en demagogos, en El Santo, Enmascarado de Plata. Mis valedores:
El Santo se nos murió hace lustros, y dejo yo aquí, para todos ustedes, esta memoria anual de ese surrealismo de tenis y calzón corto que se cría en el subdesarrollo, donde hay tantas esperanzas exhaustas qué enderezar. Dejo aquí mi réquiem para ese Santo que de lucha en lucha se nos fue tornando sustancia y ánima del ánima popular, su argamasa y su estilo, su seña de identidad. El Santo se nos murió, y ahora quién irá a sacar la cara (la máscara) por la esperanza de los damnificados de siempre, de los desencantados, los sin rostro y sin máscara, los ignorados entre los anónimos. Quién va a sostener, en los vuelos de una capa granguiñolesca que revolotea entre las cuerdas del cuadrilátero de barriada, esa desfalleciente esperanza y ese orgullo maltrecho de un paisanaje que, renuente a asumir; prefiere seguir delegando en villanos, espurios la mayoría. Lóbrego destiño de una fanaticada que por delegar en el «Sistema», su enemigo histórico, tiene siempre su lucha perdida contra Los Pinos, sociedad anónima de capital variable. Y qué hacer, si el aficionado se niega a pensar, al ejercicio de autocrítica, a la verdadera organización. En fin.
Santo, Santo, Santo de la santería popular. (A su memoria.)