Don Taurino está tieso, ¿qué tendrá don Taurino? ¿Qué fue lo que lo engarrotó como estatua de sal? La crónica: medianoche era por filo, los gallos querían cantar. Entre calofríos de viento chivero y nocharniegas lloviznas, la medianoche insinuaba barruntos de amanecer y alfiletero de solapados nudillos. El esquilón primerizo, a lo lejos, y aquel remoto ulular de sirenas de ambulancias que hagan de cuenta madres enloquecidas por esos sus hijos a los que Bush y el de Israel, matanceros de oficio y de beneficio, hubiesen convertido en mártires de su tierra hollada, emporcada por la bota militar invasora. Ahí, en la penumbra, enterrado en el vivo corazón de la colonia brava, el conjunto habitacional. El condominio. (Pues sí, pero insisto: ¿por qué don Taurino y su estado cataléptico, o casi..?)
Aquí, en el conjunto habitacional, unas insomnes y dormidas las más, vidas anónimas se encuevan en sus celdas de castigo, según es el tamaño de las celdas del penal, las conventuales y las de la vivienda de interés social donde cientos de humanos descansan en paz, en un ensayo general del descanso eterno. ¿Pero todos descansan? No, que en la vivienda 167 don Rufinito da sus boqueadas postreras.
Que ya no amanece, calculan, o que no llega al anochecer. «Mide mi corazón la noche, y estoy harto de devaneos hasta el alba», Job. (Sí, pero insisto: ¿por qué razón don Taurino..?)
La medianoche envejece Se le ve encanecer, y delinearse los perfiles de las azoteas, las coronas de espinas de las azoteas, (antenas de TV), las fosforescentes pupilas de los gatos en las azoteas, brama espeluznante, y de repente el grito que cimbra los cielos de Anáhuac: «¡Ay, mis hijos..!»
¿La Llorona? ¿Marta Sahagún? El palomar se cimbró. En sus huevecillos, los que dormían despertaron, y una vez más: «¡Ay, ay, mis hijos!»
– Ya llegaron los dolores, (el del 113). «A llamar a la partera». (Ah, no era la Llorona, sino la hija soltera. Bicha, la salerosa.) «Esta vez vienen cuantos. Cero y van seis. Pero mi hija, tú no entiendes». Pero no sólo Bicha…
En el huevito del 169, una pareja oficia el antiquísimo, novísimo rito de la procreación, rito acezante de taquicardias, quejumbres y dulcedumbres del «animal de dos espaldas», que dijo Shakespeare. Sexo, erotismo, amor, amantísima. Por ahí va. Yo, discreto que soy, pegaba la oreja al muro (esas chismosas paredes de cartón-piedra), cuando entre los chasquidos de besos alcancé a distinguir, en la puerta de entrada, el chasquido de la cerradura y el bulto aquel que, agachándose, se colaba en el corredor y. se escurría al interior del edificio. Peligro, focos rojos. «¡Alerta, vecinos, que se les mete un asaltante!», quise gritar, pero entonces… A ése yo lo conozco; sí, don Taurino en persona y sin zapatos, con pasos de gato escaldado se cuela rumbo a su habitación para no despertar a la doña, que ha dado en la flor de aguardar al trasnochador en la penumbra de la
sala comedor, 3×2 metros su diámetro, la mitad engullida por la educadora de masas, la TV. Don Taurino avanza en cámara lenta, temeroso de la iracundia de la señito. Ya llegó a la puerta, a lo cauteloso la abrió y válgame, lo que oyó, entrevio, intuyó. ¡Hágase la luz!
La luz se hizo, y ahí, en el sacrosanto tálamo nupcial el amado inmóvil -y mudo, y tieso- enfrenta a los adúlteros. La doña, que ni en esas perdió su pudor de mujer casada, ante los ojos desorbitados de su marido se cubre los pechos. ¿El mancillador de tálamos pobres, pero decentes? Ese, tan fresco, de las de acá, los brazos cruzados tras de la nuca. -Y aun sonríe! Ya el resuello acompasado, pero aún bañada en sudor, la perfecta casada:
– Ya sé lo que estás pensando. Sí, es el sancho, pues quién más. ¿Pero qué, acaso querías que te fuera fiel después de que me hiciste tuya a base de una artera violación y un fraude asqueroso, para que ya de marido nada de nada? ¿Tú satisfacerme con tu pura lengua? Impotente de miércoles, me tienes insatisfecha y envidiando a Mariagna, la de Ebrard. Pero todo te lo hubiera aguantado, menos que ahora andes de culipronto con los gringos, ofertándoles lo que me queda de herencia. ¿Sabes a qué vino aquí el sancho? A alivianarme, sí, porque él es lengua, pero acciones también. Y prepárate, que ya le conoces el temple, y ahora viene decidido a debatir contigo sobre tu proyecto de venta de PEMEX. ¿No es así, mi querido dientoncito..?
– Ji tú lo dijes -Y sonreía. Ah, ¿costeño el consentido de la doña? Y ándenle, que un rabioso don Taurino corre al armario. «¡Por aquí debe haberle sobrado a Fox algún desafuero!» (PEMEX.)