Noche de ayer. Calentura. Tomé el teléfono y llamé a la mujer. «A ver si me enfría» Y ella: «Me quito el camisón, me pongo ropa adecuada y voy, pero despreocúpese: tiene usted muchos blancos en su defensa».
Unos glóbulos blancos que ya andarían arrasando con bacterias y gérmenes que provocan la fiebre. Qué bien.
¿Qué bien? Qué mal: la doctora que se tardaba, y en mi cerebro una fiebre que alzó hasta niveles de escándalo el mercurio del termómetro «rectal». En mi calentura me puse a filosofar: «Con razón la doctora no ha tenido hijos. Traerlo tan guango, y así se tarda para quitárselo, el camisón». Y mis valedores: ahí el delirar, tembloriquear, rechinar de dientes, caer en la duermevela, el sopor y los descoyuntados delirios. De repente ahí, vaporosa entre brumas y como en cámara lenta, La Impredecible, que se me arrimaba y alargaba el brazo para arrastrarme hasta el inframundo, el Mictlán, el lugar de los descarnados. Lóbrego.
– Ah, traicionera, dije a la muerte; me agarraste sin confesión. ¿No habría modo? Unos años más, para alcanzar a arrepentirme de todo el catálogo de mis pecados y confesárselos así sea al golfista Onésimo Cepeda. Piedad…
Era la doctora. «Vaya que los gérmenes lo cogieron con virulencia».
– Nomás eso les faltó. ¿No es usted otro de mis delirios? Déjeme pellizcársela para ver si no estoy soñando. ¡Los virus, doctora, sálveme..!
– Calma, no sea cobardón. ¿No entendió que ya los glóbulos blancos están combatiendo esos gérmenes perniciosos?
– Eso es lo grave, doctora. Los glóbulos blancos de nada me sirven. Son una vil pesadilla. ¡Me fueron a resultar mexicanos..!
-¿Mexiqué? Usted delira.
– En mi pesadilla pude ver la ralea de gérmenes, doctora: crueles, rapaces depredadores de mi organismo. Gérmenes imperialistas. Mientras unos virus nativos, entreguistas proyankis, les ejecutaban la obra negra, ellos se avocaban a tragarse mi sangre, mi carne, mis huesos, (casi equivoco el vocablo) y mi petróleo, petroquímica, banca, energía eléctrica. ¿El pago a los vendepatrias? Mi grueso, doctora, que esos proyankis se nutren del intestino. Yo, en mis delirios, clamaba: ¡Auxilio, glóbulos blancos! Y sí, de repente, en formación de ataque y a banderas desplegadas, ahí la gallarda contraofensiva de aquellos blancos contra su enemigo histórico. Pues sí, pero la estrategia, doctora: «¡A la mega-marchita, compañeros! ¡A e-xi-gir a esos virus neoliberales que abandonen este organismo! ¡Sí se puede!» Cientos de miles de glóbulos, mis defensores: «¡E-xi-gi-mos a los gérmenes que abandonen el elemento en que viven y del que viven, y se mueran de hambre! ¡El glóbulo / unido /jamás será vencido! – ¡Calderas, ojete / el pueblo no es juguete!» (¿No lo es, con semejante estrategia, candorosos glóbulos?)
¿Los virus proyankis, mientras tanto? Ellos, convertidos en doberman al servicio del germen mayor, Bush, se venían contra mis mega-marchitos glóbulos, y con su garrote les rajuelaban la testa y les partían toda su Tula (Tula es mi madre.) Y válgame, tanta rabia me dieron los mega-marchitos mega-marchantes que asumían las justísimas causas de un paisanaje pasivo y apático para defenderlas e-xi-gien-do a gritos y mega-marchas, que descansé dejándoles ir, en mi pesadilla, una ráfaga de gases. Lacrimógenos.
– Muy mal hecho, mi valedor.
– ¡Pero es que semejantes glóbulos, impotentes para pensar y crear estrategias, mi vida defienden con marchas, sangrados y bajadas de chones.
– Bájese los suyos y aflójelas.
– ¿Usted también? ¿Ahora qué quiere que afloje, doctorcita?
– Quieto. Un piquetito, y como nuevo. Penicilina.
– ¡Pero doctora! ¿Si a la penicilina se le ocurre defenderme con asambleas, foros,plantones, mítines, y una violenta bajada de calzones?
– Usted delira. Abra su boca.
La abrí, cerré los ojos, sentí agarrosón el termómetro, bizqueé para verlo, traté de gritar, pero sólo alcancé el tartajeo muy al estilo Peje: «Ej el gectal, doctoga». Bajo mi lengua, y recién usado, el «rectal». La fiebre me dictó el pensamiento negro: «Qué se me hace que a este mañoso «rectal» le forjo una mega-marchita». Mis valedores: las marchas son necesarias, pero insuficientes. (Vale.)