Don Cataríno, mis valedores, un desdichado al que el mal fario condenó de por vida a arrastrar un apodo que le ha arruinado sus días. Ah, la ponzoña de los motes. ¿Recuerda alguno de ustedes el remoquete injurioso con el que los de su carnada los infamaban cuando estudiantes de las primeras letras? Y más tarde, ya en la juventud, quizá todavía cuando adultos, ¿cómo les apodaban, cómo les siguen apodando hoy día? El troquelado del carácter y modo de ser se inicia en la niñez, dicen los enterados, y qué mala influencia resulta en algunos ese recordatorio machacón, cruel si los hay, del apodo que moteja, tal vez, el defecto físico. «¡Chato!», «¡Pelón!», «¡Burriciego!» Lo que arden tales apodos. Lo que lastiman. Por cuanto a don Cataríno…
Paisano y vecino en los terrenos de mi querencia, jalpense de tamaños y hombre de varonía y nombradla fue este don Cataríno Maldonado. Fino de temple, don Cataríno vivió desde adolescente enredado en achaques de navaja, espolones y espuelas. Gallero, sí, al que conocieron todas las ferias del rumbo. Hombre de temple y de ley, cierto día le pregunté qué es eso que un hombre precisa para ser hombre. Pulsando un pinto de buen tamaño, que jugaría de tapado con un jolino de Aguascalientes, don Cataríno me respondió:
– El hombre es hombre, fíjate bien, ya cuando jiede a tabaco, a aguardiente y-al nido de amores de una mujer: Acuérdate.
– ¡Diablo de jorobado, no malaconsejes aquí a mi sobrino! -lo increpó el tío Raudel-. ¿No lo ves tiernito todavía? Don Juan lo va a enviar al seminario, y tú tratándole de jedores y jediondeses. Diablo de jorobado…
El jorobado Cataríno, sí. Tal era el defecto físico del gallero: la joroba; y el apodo consiguiente: que si jorobado para acá, que si joronche para allá, y que diablo de «espinazo de alcayata», ¿pues no fue a ganar con ese relingo de gallo..?
Herido en la viva llaga por el mote infamante, el gallero pujaba de mortificación. Y como el jorobado (perdón, mi señor Cataríno), como él decía:
El apodo me sabe a lumbre en ayunas. Y qué tzingaos hacer… Pero la vida, mis valedores, es cosa de un puro rodar y dar machincuepas. Los caminos ya van, ya reculan, ya se traban y destraban y se vuelven a trenzar. Fue así como ocurrió que un día de aquellos, de repente, anochecí en mis terrones zacatecanos, pero fui a amanecer en Guadalajara, (pues). Y es que el palpito me daba: midiéndome con la enorme ciudad saldría de mediocre o retinaría mi paya mediocridad. Guadalajara (pues).
En esas andaba yo, «por San Juan de Dios mi barrio«, que dice el cantar, cuando ándale, de repente, en mis tímpanos, el chicotazo:
– Llevará sus garnachas, oiga.
Ahí, ahí mero, en aquel barrio claveteado de mancebías y hoteles de paso, bailongos de nalgada y demás «centros nocturnos para familiar», ahí, entre güilas, padrotes y variopintos changarros de buscavidas del comercio de sopes, pozoles, arrayán y tejuino; ahí, ladereando fritangas y entornadas puertas donde la daifas, desde lo oscuro, cordialmente me invitaban a compartir achaques venéreos y otra cosita; ahí, de repente, el reclamo del lilongo aquel:
– Pa ti, blancuchito, las tortas hogadas van de gollete. Prébamelas…
¿Probárselas? ¡Esa voz! Y que vuelvo la cara, y que de manos a asombro me topo con aquel taralailo, (todos mis respetos al homosexual; a la loca, al amanerado, no tanto), un floripondio todo de china hasta los pies vestido: rebozo de bolita, blusón, botas hasta las por poco les dejo ir el albur.
– ¡Pero si es nada menos que mi paisano el gallero!
– Pero… pero si tú vienes siendo… ¡Válgame la de Zapopan!
Lo miré agachar la testa, ruborizarse, mascar las barbas (las del rebozo).
– ¡Usted, un macho calado!
– Macho sí, y a mucha honra, Calado nunca, así me mires en estas trazas.
Entre dientes, entre sofocos y entre la olla pozolera y el perol de los chicharrones me explicó la metamorfosis. Según esto, por huir del apodo de «jorobado», que lo traía a mal vivir, don Cataríno el gallero dejó su tierra y se vino a perder donde nadie lo conociera. «Pero acá vine a saber que una joroba que resalta en Jalpa resalta también en Guadalajara (pues.) Aquí, de matancero en el rastro, todo vino a resultar lo mismo: a ver tú, jorobado, mata esta res. Destázate ese novillo. Ábretelo en canal. Ah, salación la mía…»
Y fue entonces. Cierta noche, a lo suicida, tomó la resolución. (Sigo el lunes.)