La carne manda

Esta sentencia, mis valedores, ¿viene de Freud, del Tenorio o del Kama Sutra? Aquí, entre dos suspirillos y por no perder la costumbre, la repito yo, gusanillo que se anida en la pulpa de la soledad. La carne manda. No lloro, nomás me acuerdo…

La carne manda. Tal es el nombre de la carnicería de aquí a dos cuadras, hasta donde me descolgué ayer con ánimo de merecer mis 200 gramos de retazo con hueso, pellejos y menudencias para mi perro (supiera el morrongo que me despacha -en el sentido honesto del término-que yo ni a perraco llego). La carne manda, cortes finos, los precios más bajos de la entidad. Atención esmerada a sus clientes, favorecedores, amigos y público en general Llame, nosotros vamos…

Y así fue el asunto: ayer, a media mañana, enfilé rumbo al carnoso establecimiento con ánimo de surtir mi pedido de pellejos, retacería y menudencias. Ya iba yo salivando; y sí, entré al cárnico local, y ahí se me vino, de golpe, el colorido aspecto del negocio aquel: gachos hasta la caramba de lomos y pulpas, cuetes y sirlón, chambarete y retazo con hueso, bofes,

costillas y menudencias, tripa gorda y aledaños. Ahí, echado en el rincón, y me dio una pena mirarlo, el clásico Solovino, ñengo él, trasijadón, metáfora viva, aunque a medio morir, de un paisanaje víctima a estas horas del capitalismo salvaje que, por la vía de su gerente general en la sucursal mexicana, le impone el Imperio a punta de gasolinazos. Es México

¿Qué en qué se parece el perraco de la carnicería a los 105 millones de paisas que habitamos este país? Casi en nada: el perraco está ahí nomás, mirando la cara y lambiéndose el vamos a decir hocico. El parecido, piénsenlo. Como siempre, detrás del mostrador, observé al carnicero con su bata blanca manchada de sangraza que hagan de cuenta doctorcito del hospital general. Entrando apenas, le dije:

– Amigo carnoso: ¿a cómo le amanecieron hoy sus menudencias..?’

Ni caso me hizo. El carnívoro siguió en los preparativos para destazar un animal. Vi cómo empuñó su instrumento para destazar la res en canal (puntiagudo, filoso, de acero templado), para luego afilarlo minuciosamente con la chaira, que no es ningún albur, porque así se llama. Yo, entonces, me quedé observando al de los y las bofes y menudencias. «Señor…»

Tosco de aspecto, jetón, rostro como desbastado a hachazos, sombrías las facciones de forajido, de ex presidiario que se fugó del penal, y esa mirada huidiza, sesgada, rescoldo de una conciencia podrida A ese no me lo den por bueno, pensé. ¿Quién podrá se el carnicero este? En algún lugar he visto esa carita de… de… de matancero, pues de qué más. El cual,
una vez que afiló el verduguillo, tranchete, guaparra moruna o como se llame, le probó el filo, acomodó en el medio tronco de madera la carne que se disponía a destazar, a abrir el canal. ¿Era un borrego, un guey, un cabro, tal vez en aumentativo? ¿Qué res se disponía a abrir en canal? Dije: «Sus menudencias».

Pero un momento. ¡Reconocí al carnicero, claro que lo reconocí! Ya se me hacía cara conocida Pues cómo carambas no, si lo he visto en tantas fotos de nota roja Pues sí, pero entonces, ¿la vaca, el buey chivo, cabrito o cabro grandón? A ver si lo reconozco. Pero… ¡no puede ser! Cuál cabro, cuál chivo, cuál buey. ¡Es un animal familiar para tantos! ¡Y tendido con él, para aprovechar el tajarrazo, tiene un borrego a medio morir, válgame..!

Y ocurrió, mis valedores, que antes de tirase amatar, a destazar al animalejo que tenía bajo el machete, y despellejarlo, y dejarlo para el menudeo, el morrongo mira hacia el frente, allá para el rumbo de Chapultepec, de zoológico, y lo que vino después me provocó asco, repugnancia, de modo tal que me salí sin más pellejos que estos, miren, los que me va aportando, y gratis, el padrecito Tiempo. Todavía al retirarme escuchaba a Jesús Ortega, el chucho más chucho de todos los chuchos talamanteros:

– ¿Corte en canal, destazarlo, quitarle el cuero, patrón? ¿En cuántos cachos le dejo el Peje? El PRD, ¿se lo preparo pa albóndigas? ¿Carne molida pa picadillo, patrón? Usted dice
Brazo en alto, machete en mano y… ¡rájale!. (Puagh.)

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