Todo un espectáculo circense este de La Nacional, con sus saltimbanquis, equilibristas y maromeros, sus contorsionistas y los que andan a estas horas en la cuerda floja, los payasos del pastelazo y los lanzadores de puñales. (Chuchos amaestrados muerden los zancajos del Peje.) El circo…
Dije circo, y la evocación me llevó al tiempo de mi niñez. De súbito la memoria se me iluminó con las imágenes, entrañables del circo trashumante de mi niñez. Qué tiempos. Qué joven una vez. El niño que fui hace carretadas de tiempo, de vidas. Y qué de evocaciones en torno a la magia circense, esa magia intemporal que exuda la carpa de tres pistas con tufo a reliquias de león, tigre enjaulados, saltimbanquis y águilas humanas…
El circense espectáculo, encanto secreto que encandila al niño que se nos quedó así de virgen y así de inocente dentro de cada uno. El Brothers Hermanos, errante espectáculo que, hollando los bajíos de la memoria, de tarde cruza la noche de nuestros años primeros, en el filo de la duermevela donde desfila, en los sueños nocturnos, esa caravana de alucinación que va cruzando nuestra niñez, y que se nos queda, raigón de magia y encantamiento, junto a las consejas de la abuela, los primerizos amores -zozobra y temblor- con la vecinita, y la tonada de cuna que nos solía cantar la madre Tula. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…
La magia del circo, su tufo de animales exóticos, garra y joroba, y moteada piel; ojos de ferocidad y espantables rugidos que ponen el pánico en el niño que a todo vivir deshoja la flor de su edad, que es la del candor, y -apreciable virtud- de la credulidad. Desde sus jaulas los exóticos animales nos hablan -nos rugen- de tierras ausentes, de mundos que vienen quedando al otro lado del mundo; animales que hasta antes del circo sólo habíamos entrevisto en el libro de estampas y en la merienda neoliberal: galletas de animalitos; el tapir, el jaguar, el dromedario que, de jorobado, simula ser el nahual (¡No anual, no me corrijas, computadora estúpida! ¿De nahuales quién sabrá más: yo, perito en leyendas de mi país, o el buenazo de Bill Gates, perito apenas en dólares?); simula ser el nahual, decía, del obrero en los tiempos de «presidente del empleo», ese chaparrito que las mete al fuego por el que nombra «presidente Fox», pa su; y el camello también, que en su doble joroba viene a representar no al obrero, sino lo más ardoroso: a los beneméritos desempleados de mi país. Ah, México…
Aquí te nombro, león de melena negra que pareces anuncio de la estación Etiopía del metro; te nombro, negra pantera negra que fuiste el embrujo del circo y eres hoy anuncia de beberecua, que los publicistas todo lo ensucian, en cuya mano todo se degenera: la negra pantera, la uva, el agave, la juventud, la niñez, México. (Tantos, tantísimos van a oficiar esta noche o la noche del sábado el rito de la humana degradación: «¿Y qué le faltó al difuntito? ¡Salud!» Salucita, seis, siete millones de dipsómanos en este país, a salud de esa alcahueta, encaminadora de incautos que es la patrocinadora oficial del clásico pasecito a la red y demás aquelarres deportivos que le aprontan al borrachín para hacerlo sentir héroe por delegación. Es México.)
Un domingo en la tarde me tiré al ruedo, o más propiamente: al asiento del circo, asiento de pino que, como Los pinos, se comienza a apolillar. Al circo otra vez, como si otra vez cumpliera yo mis primeros diez años de vida. A circo, y ájale, que entrando a la carpa, vínome a recibir aquella tufarada a camello, que es decir a visión, revisión de mis años muchachos; y entonces, mis valedores, en la tarde festiva y al principio de las sombras fui niño otra vez, y otra vez ingenuo, y por eso mismo feliz otra vez, o casi, y de nuevo percibí en mi boca el sabor de la risa, aquí en este México donde tan poco nos va quedando para reír (que los embustes presidenciales no invitan a la risa sino a la vergüenza ajena, no tan ajena como tantos quisiéramos, en fin), y sentí en las manos el calor del aplauso, aquí en este México ancho y ajeno (a jirones nos lo han ido arrebatando para entregarlo a los gringos) donde tan poco queda para aplaudir; y el asombro en las rajuelas de las pupilas, y el contentamiento en mi sangre, una sangre liviana otra vez, limpia otra vez, y diáfana, como recién estrenada. Mis valedores:
Al contacto del circo fui infante limpio de costras y costurones que va dejando en nosotros, maligno sarampión y viruela negra, el áspero oficio del diario vivir, con lo que ello supone de ilusiones fallidas y amistades truncas, malaventurados amores y mal saturadas heridas tras el desencanto después de Martha, y la ausencia de María, y el conflicto con la Verónica (tomé puros nombres cercanos al Cristo, él me ha de perdonar), y tantas heridas y sangraduras tantas, tantas mataduras y lobanillos y tacotillos, y mexquinos y jiotes sentimentales. ¿La función del circo? (Aguarden la crónica.)