El nombre que ostenta la nueva generación de nativos, mis valedores. Y cuan maleables las masas, cuánta docilidad para dejarse influenciar de cuantas modas y cuántos modos les imponen los medios de condicionamiento e intoxicación de comunidades. Qué vulnerables se muestran los mexicanos frente a la penetración cultural de toda esa basura de Hollywood les avienta por media cara. Y alguno jura que el mexicano es, por naturaleza, rebelde e indómito. No me chinglés…
¿Indómito el mexicano, con semejante docilidad para permitir que las televisoras le impongan esos grotescos patrones infra-culturales que ventosean desde el cinescopio? ¿Indomable, cuando así concede que sean las estrellas quienes les impongan formas de ser, de actuar, de pensar, de expresarse? No, yo no me refiero a las estrellas del zodíaco, sino a las estrellas del Gran Canal del Desagüe, el dos, canal reforzado por lo de su contlapache, TV Azteca. Macabrón..
¿Rebelde, indómito, el mexicano? Pues qué, ¿no es el dupolio el que a punta de telenovelas, películas rancias, tonadillas idiotas y chismarajos de las «estrellas» les modelan y modulan formas de ser y de actuar, de comer y vestir, de expresarse y hasta de nombrar a los chipayates?
Esa moda grotesca, mis valedores, ¿no les produce espeluznos? Porque hemos dado en la flor de imponer a los niños nombres ajenos a nuestra identidad y cultura de mexicanos. Yo recuerdo, a propósito, aquel día no muy lejano en el tiempo cuando fui a registrar al benjamín de mis hijos. La crónica:
Muy temprano aquel día, yo ya con el chamaco en la puerta, trepé al BMW (al volks cremita, más justamente), donde ya estaban instalados mi única y el par de padrinos, testigos o compadres, y ándele, que allá vamos rumbo al registro civil. Pues sí, pero extravié la ruta, llegamos a media mañana y nos formamos en una cola de cuadra y media de madres. Al mediodía ya estábamos a diez mamacitas de la funcionaria que me otorgaría factura, tenencia y holograma de verificación del mamoncillo. De súbito…
¿Y eso? ¿Qué estaba ocurriendo frente a mis niñas, las de mis ojos? Diez madres delante, la del suéter color plumbago había llegado ante la funcionaria y mostraba al de pecho, un lindo chamaco mestizo, mexicano al 200 por ciento, vale decir, uno chaparrito, jetoncito, peloncito, de gentes de por el rumbo. «¿Nombre para su cursientito?»
– Crístoper Glen, o sea: Christopher Glen Vermejillo.
«¿Nomás Crístoper Glen?»
– Nomás Crístoper Glen. Le pensábamos poner Cristopher Brayan Conan Roñal, pero a la hora de la hora aquí su padre…
– Si yo tuviera padre no estaría usted aquí.
– Su padre de él, de Cristopercito Glen. A última hora él se decidió por Crístoper Glen nomás. ¿No, viejo? Que Brad Ronal Brayan Conan ya en La Tusanía, donde vivimos, están muy chotis. Nomás Cristopher Glen Güemes Benítez, pa’ servir a usté y a la Santa Muerte, que se la cortó, su diarreíta.
Cristopher Glen se le quedó, y el turno fue de la criatura de aquella ventruda de los mallones color mostaza y el bolsón prieto (no el bolsón de marido, sino la pañalera). El crío se cimbraba, berreando a todo pulmón. La madre, enérgica, dos que tres sacudidas: ‘Ya, pues, con una fregada, no me sigas chillando, a poco quieres que vaya a sacármela pa’ dártela ora sí que al aire libre, o sea a la intemperie. Uh, y menos con ese de los mostachos con facha de depravado y pseudo-neo-comunistoide que ya me la clavó».
Yo, el aludido, los sentí calientes, mis cachetes. «Señora, ha de dispensar, pero creo que yo no tuve el gusto…»
– Me la clavó, no se haga el occiso. Su mirada libidinosa la sentí aquí, en el mero escote. Y tú, Cinderela Yeneví, no te me retires mucho, hija, que el bigotón a la mejor hasta robachicos, chance y me la quiera hacer de pedófilo.
La de los berridos no negaba la cruz de su parentela en cuanto hermana menos de la Cinderela Yeneví: morenilla, jetoncilla, chaparrita, ventrudilla, cachetoncilla, jalados de los apipizca y aplastada la nariz, los dos poros tapiados de mocos. Entre una gorra color de rosa, rosa mexicano, se le fugaban unas greñas hirsutas. «Ya, ya, orita te la doy, la chichi, tú sabes que ora nomás es tuya, cálmala». Y ya estaban frente a la funcionaria «¿Nombre del gordis?»
«Es chavita, míreselo». Y la de los mallones color mostaza se lo mostraba. El arete. De bisutería. Y hablando de aretes…
(Sigo mañana)