Oración de la tarde

Humor inestable de Madre Natura, mis valedores, que debe andar en sus días premenstruales o ya con síntomas de menopausia, porque trae a sus hijos en el desatino total. ¿Por qué hace su agosto con estos calores, fríos invernales, veraniegas tormentas y ventarrones que encelan a un sol como toro en brama? ¿En qué quedamos, pues?

Recuerdo, a todo esto, el ventarrón que sacudió aquella tarde que se me tornó inolvidable. Llegó de mal humor, emberrinchado, embistiendo todo a su paso, y esto fue derribar árboles, cerrar de golpe ventanas y puertas y secuestrar la energía eléctrica de mi arrabal. Yo, que en la internet viajaba por tierras de Palestina, me sobresalté: ¿y ese estrépito? ¿Los terroristas «al por menor» de Al-Qaeda, que así responden al terrorismo imperial? Cruz, cruz-.

Desde el mediodía se insinuaba el rezongo climático, con aquel calorón que parecía resuello de un soterrado don Goyo y que mantenía la ciudad en rescoldo. En el bochorno del alto sol, los pulmones de la megalópolis con fuelles recalentados: allá, la manada de sirenas en brama que serían de patrullas, que serían de ambulancias, vaya Dios a saber. Y aquel jadear de motores sobreexcitados, y el llanto de la Caribe, que los rapaces de lo ajeno, no pudiendo raptársela, abandonaron despeinada y doliéndose a gritos desde todas sus alarmas. Yo, churretes y goterones que desembocaban en el estrecho de mis dardanelos, por la internet navegaba por esos mundos, doliéndome al verlos como simples tableros de ajedrez, el imperio contra el mundo y jugando las piezas negras, tintas en sangre, pobreza, dolor. Líbano, Irak, la desdichada Iberoamérica de Bolívar, que por negarse a escuchar a Marti ahora tiene que soportar a los titerillos de Washington. De repente, válgame: a oscuras me fui a quedar y con el ratón en la mano. El de la computadora. Y qué hacer.

A la espera de la consigna ancestral: hágase la luz, me recliné en el sillón, y entonces, tras de los bandazos de viento, ahí llega embistiendo el chaparrón, jarioso becerro que alborotó la bugambilia, enceló el limonero y sobresaltó la madreselva y alguna otra madre de esas; a lo furioso, a lo desatinado, como sin puntería. Y como vino desgarró la cortina de lluvia y desarropó el firmamento, y entonces aquella paz…

La paz aquella, y con la paz, en este mundo doméstico bien barrido y bien bautizado, el milagroso silencio, los verdes recién renacidos y ese cielo que el limpia-parabrisas divino me dejó relujado, rechinando de limpio. Y esta calma y esta paz de día santo, de santo día. El tiempo que se detiene, y pasa frente a mí el pajarólo de la gloria. Allá, lejos, ¿figuraciones mías? un esquilón. Mis valedores: miré hacia el cielo recién asperjado de luz, y en la comba paz y el irisado silencio, como nunca antes entendí a Pagaza

Tiende la tarde el silencioso manto -de albos vapores y húmedas neblinas – Y los valles y lagos y colinas – mudos deponen su divino encanto – Las estrellas, en solio de amaranto – al horizonte yérguense vecinas – salpicando de gotas cristalinas – las negras hojas del dormido acanto – De un árbol a otro en verberar se afana – nocturna el ave con pesado vuelo – las auras leves y la sombra vana – Y, presa el alma de pavor y duelo – al místico rumor de la campana – se encoge y treme, y se remonta al cielo…

Y la tarde, y la paz, y los altos cielos que, gatitos, se abajan y se me arriman a que les rasque la panza De repente, mis valedores: ¿y eso? ¿Qué, dónde? Ahí, semioculto en el pirul o la higuera (esta aún no maldecida por la rabieta del Nazareno), él «cenzontle impávido», que dijo el poeta; impávido, el molotito emplumado rompió a cantar, y qué limpidez de escalas (tono de sol mayor) y qué equilibrio de melodía quebradiza, pero entera siempre, emplumada garganta que hacía escoleta, purísimo cristal, en el ramaje recién llovido. Yo, escuchándolo, ¿en qué mágica geografía me encontraba? La mente se me pobló de techumbres y bardas y un río rumoroso de jarales y jacalazúchiles, y aguardaba en cualquier momento el mugir de las reses de vuelta al redil. Mi Jalpa Mineral, que es decir mi hontanar, el de mis años muchachos, escondida en su nicho de peña viva. Escuchando al cenzontle impávido en aquella paz y en el tiempo que señalaba la agonía del Justo, otro poeta, impávido, vino y susurraba, quedo:

Oid la campanita, cómo suena – el toque del clarín, cómo arrebata – las quejas en que el viento se desata – y del agua el rodar sobre la arena (…) – Todo esto hay en mis cantos, me enamora – la noche; de los hombres soy delicia – y paz, y en los árboles cubierto – sólo yo alcé mi voz consoladora – como una blanda y celestial caricia – cuando Jesús agonizó en el huerto…

Suspiré, dije entre mí, y me brotó del ánima del alma: «Señor, después de bombazos, incendios, decapitados y Ye Gon, que de tarde en tarde se vaya la energía
eléctrica». (Amen.)

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