Esta vez los suicidas frustrados. Cuál haya sido la suerte de los cuatro que sobrevivieron, que el quinto logró su intento; si alguno haya reincidido o a estas horas se afanen en el áspero oficio del diario vivir. Uno, al menos, gritaba aquella noche su amor por la vida, y fue en el momento en que los contertulios lo alzaron en vilo y amenazaban con arrojarlo con todo y silla de ruedas desde lo alto del cuarto piso de Cádiz. Gritaba el inválido a lo desaforado gritaba el inválido: «¡No quiero morir, no quiero, déjenme con la vida..!»
De no haber sido por la autoridad del maestro…
– ¡Vergüenza atestiguar el grado de salvajismo al que orillan dogmas, prejuicios y fundamentalismos! Y usted (me dijo), que no intentó evitarlo…
Yo agaché la cabeza Y ahí se disolvió la tertulia más accidentada de que tengo memoria Pero voy al principio con los suicidas frustrados, esos hermanos bagazos cuya vida, después del horror, ya nunca ha de ser vida, después del horror, ya nunca ha de ser vida entera que no parece sino que de allá se hubiesen traído consigo un retazo de muerte En eso pensaba hoy, en lo ocurrido aquella noche con los invitados del Cosilión. De reojo los observaba ¿Qué cargazón de qué los llevó al intento de aniquilar su instinto de conservación? Ahí, en la tertulia, tomaban su pocilio de infusión. Ávidos. En silencio. Uno de ellos miraba en derredor como algo echando de menos, como buscando su propio espacio, como buscándose a sí mismo sin poderse encontrar. Yo observaba al joven del sobrepeso, en silla de ruedas, al que el juguero, servicial, había trepado casi en vilo a lo largo de los cuatro tramos de la escalera que da a mi depto. Media hora después sería expulsado, en vilo también. Fue La Maconda quien lo ayudó a bajar. Accidentada, la tertulia Una tertulia de miércoles…
Los vi beber su infusión; silenciosos, circunspectos, pensativos. Don Tintoreto, lavado en seco y a todo vapor: «¿Cómo fue que se conocieron?» En el sanatorio; continuaron tratándose a lo largo de una penosa recuperación. Soga veneno, plomo, navaja «Cuéntales», dijo a la joven el Cosilión.
– Qué puedo contarles. Yo, sin imaginación para buscar una muerte menos vulgar, medio frasco de barbitúricos. La vida le debo a un vecino enamorado de mí que se pasaba la vida fisgoneándome por la ventana de mi habitación Yo nunca corría la cortina Me llevó a Urgencias, y la humillación del lavado de estómago. El enamorado me llevó a casa Con lo justo le pagué: 3 bofetadas y correr la cortina del cuarto. Me resigné a vivir. Si esto es vida..
Y un largo trago al pocilio. Luego, ida del mundo, se puso a observar la punta de sus zapatos. La tía Conchis fue a sentarse a su lado, y le oprimía los brazos. El moreno, una constelación de tics en el rostro:
– Para muerte vulgar mi frustrada muerte. Una rebanada de venas. (Sonrió). Buen disgusto se llevó mi madre: «Ora por tu culpa tendré que lavar yo misma estas sábanas. ¿O quieres que por la criada se vaya a enterar todo el vecindario?» Una santa, la señora que en el sorteo me tocó por madre…
Mal quiso referirnos su caso el de los lentes oscuros. Altivo, alzado, apenas aceptó aclarar: «Un balazo en la tetilla izquierda Me tembló el pulso. La bala se desvió». Silencio.
El tercero y su lento suicidio, que aún no cesaba la exasperación lo llevó a sufrir la primera embestida de la botella; la congestión alcohólica lo condujo a Urgencias. En ambulancia A sirena abierta Con la botella se aquerenció, «y así hasta hoy». Una historia vulgar, pero ¿olorosa; a pico de botella perdió el empleo, la esposa los hijos. «¿La esperanza?» Esa desde antes. Aquí éstos salvaron la vida Yo la pierdo día a día Cada mañana ajeno al muladar donde me agarró la amanecida me asombró de volver a despertar. Me espanto, y aquel desánimo: ¿tan grande es el ovillo de mi vida, que la madeja nunca llega a su fin? Aúllo por dentro. Salucita».
Con la de ixtafiate. Y entonces, de súbito: ¿para qué abrió la boca el inválido, joven y gordinflón? «Yo, al conocer la noticia, corrí a la azotea El cemento, cuatro pisos abajo. Cerré los ojos y al vacío. Basura macetas, un arbolillo. Sólo alcancé a romperme el espinazo. Y a la silla de ruedas…»
Y que hora su vida era la TV; su razón de vivir. Dos aparatos, uno en el del Gran Canal y el otro en el del desagüe. «Así no me pierdo Ventaneando, La Oreja, Laura en América, las telenovelas y las noticias, pero sobre todo los comentarios de los comunicadores. Sus opiniones me las sé de memoria». Nosotros, viéndolo de ganchete. Miradas como puñales de hoja damasquina
– La desesperación nos llevó a la demencia cuando supe que perdió el Peje. Yo cuándo iba a pensar que don Calderón resultaría todo un estadista que nos dio el cambio y nos va a hacer de México la quinta potencia mundial».
¿Que qué? ¡Y tíznale, sobre el manipulado! El juguero, el Síquirí, la tía Conchis. «¡Alto, fanáticos!» El suicida al maestro debe la vida.(¡TV!)