La humana compasión, mis valedores. En el alma me ardió el testimonio aquel de dolor, de desvalimiento y soledad, que un bandazo de viento nocturno puso en mis manos al venir rumbo a mi depto. de Cádiz, donde me aguardaban la calidez de mi única, el plato oloroso a especias, las pantunflas, el batón, Bach -la cantata- y más tarde la tibieza de una cama y la protección de un techo sobre mi testa. Y a dormir el sueño de los justos que no padezcan de insomnio. Pues sí, pero el infeliz que garrapateó aquel trozo de papel…
Ahí, en la banca del parquecillo frontero de Dulces Nombres me había sentado a contemplar la feria, ascua de colores vivos y luces, fuegos y juegos fatuos que a lo estridente (cumbias a todo volumen) venía a festejar a la santa patrona del manto estrellado con vendimias y serenatas, tufos de grasas y yerbas de olor. De repente, el bandazo de viento, que acarreó hasta mi mano aquella volandera hoja de papel que intenté desechar de inmediato; pero el texto manuscrito me impulsó a retenerlo, y lo que es la curiosidad morbosona…
A la luz del farol inicié la lectura, y algo acá adentro se me acalambró; la mente, según leía, se me llenaba de dolientes imágenes -desdicha y desesperación- del autor del mensaje que, recién llegado al hormiguero citadino descomunal, vivía un tiempo negro de hambre rabiosa, desvalimiento, humana soledad. El escrito sería de un día antes; de hoy mismo, tal vez, porque hacía referencia a esta feria, al clima frío, ventoso. El humanísimo testimonio:
«¿Mi nombre? ¿Y para qué? ¿dejaría de ser el anónimo individuo si dijese mi nombre? El nombre vulgar de un desgraciado y un par de apellidos más vulgares todavía, ¿algo significan para alguien? Si redacto, y sólo para mí, estos renglones, es para confesar ante alguno -ante mí mismo- el fingido milagro con que Dios acaba de burlarse de mi necesidad. Irónico.
Noches, días, he caminado, reseca mi boca y el estómago vacío, por rumbos desconocidos de la ciudad, que para mí lo son todos. He visto a mi paso calles interminables y edificios públicos; he tomado de refugio esos parques, abandono e incuria, donde la pena y la soledad erran sonámbulas, monologando entre dientes. Este parquecillo, sin ir más lejos (cómo, para qué ir más lejos). Aquí me he detenido a resistir la embestida del hambre rabiosa, de la desdicha y la nostalgia del terruño que, afanes de sobrevivencia, dejé hace ¿semanas, meses? Ah, candido, huir del hambre de mis derrumbaderos para enfrentar el hambre de la ciudad. Un éntenado más del gobierno y su ‘democracia’, cuyo anuncio machacón estoy oyendo en la radio. A todo volumen.’Democracia…’!
Dinero. Unas monedas que me aplacaran esta hambre, perra del mal, hornaza que requema por dentro, que te fuerza a engarruñarte mientras el vahído oscurece la mente. ¡Comida, Dios! Y ya que lo miento: a su templo llegué, rumoroso panal de antífonas y rogativas, y acudí al extremoso recurso de los desesperados: Dios, un milagro. Pero este Dios, el de los capitalinos, ¿escuchará al advenedizo, al arrimadizo que vino hasta sus terrenos nomás a morirse de hambre? Me arrodillé: hambre, Señor; frío; ni un miserable techo alquilón, ahijado que soy de la banca en el parque público. Y te asomaras a ver, Señor: allá afuera, una feria garapiñada de vendimias, y yo muriéndome de hambre. Pero me muero de veras. Dios. El corazón exprimía sus amargos jugos y por los ojos amenazaba con expulsarlos. Abandoné el recinto, y entonces…
¡La esperanza de los pobres: el milagro! Un paso fuera del templo y ahí, en un atrio que me aturdía a tonadas y anuncios (¡ ‘democracia’ !), el brillo de aquella moneda. Dios, que sabes escuchar al fuereño. Ansia, alivio. A lo solapado me acerqué al brillo embelecador, pero no, no una moneda con qué amansar mi hambre, sino… ¿una llave? Sí, una llave brillando a la luz del farol. La recogí. En el bajo vientre el calambre, mordiendo visceras. Dios…
Sentado en la banca observo el falso milagro de Dios. Qué puerta pudiese abrir con ella: la de un hogar, la de una despensa, la de una caja de caudales. Pero al menesteroso de qué le sirve la llave, si desconoce la puerta, la chapa a la que corresponde. En la Casa de la Risa terminó la tanda de cumbias y ahora el reclamo del anuncio reiterativo, machacón, repetido hasta la náusea: «Tu credencial de elector: la llave de la democracia’.
La llave, sí, de la «democracia». ¿Y la puerta? Sin ella, ¿de qué me sirve la llave? Mi credencial de elector, ‘la llave de la democracia’. ¿Y la ‘democracia’? ¿Dónde la localizan millones de mexicanos que, como yo mismo, se doblan de necesidad? Pero eso sí: con derecho a votar por un México que nunca harán realidad con su voto. El falso milagro y la aún más falsa ‘democracia’ que nos mienta el avieso reclamo de Fox y el IFE (dolo y perversidad), han sido para mí la puntilla. Y como no creo soportar una noche más, aquí tomo la drástica resolución que pondrá fin a…» El manuscrito, inconcluso. (Lástima.)