Tres veces han frenado los ambulantes el arranque de la Plaza Mariana…
Noticia del domingo anterior, mis valedores, que de inmediato me remitió al incidente de hace años, cuando se me ocurrió ir a echarme a los pies de La Morena, sin sopesar, aturdido de mí, los riesgos que implicaba la noticia:
Unos 3,000 vendedores ambulantes copan la Basílica de Guadalupe y la Plaza de las Américas. Ya invadieron totalmente el deno minado Puente Papal, con cuya actitud impiden el paso de las incesantes peregrinaciones. Se hallan instalados a las puertas del atrio, pero burlan la vigilancia policiaca y…
Y lástima, porque me tuve que quedar sin el milagrito del que andaba urgido por esos días. Y es que aquel día para mí desdichado, muy de mañana, me disponía a viajar hasta el pie de la tilma milagrosa para contarle ala del Tepeyac mis congojas de amor, y que La Morenita se lo ablandara a mi morenita, su corazón, cuando ahí, macabrona, aquella noticia que por la repetitiva ya no debería sorprenderme, pero sí ponerme sobre aviso:
Los nutridos grupos de peregrinos tienen que entrar ahora por las puertas laterales del lado oriente. Por el frente resulta imposible…
Que por el frente, imposible, mucho menos por atrás. Y yo no. Si no es por donde Dios manda no, y si ante una plaga que padece en carne propia como es la de los ambulantes, La Morena no ha intercedido ante Dios para el imprescindible milagro, menos va a conmoverla mi achaque de amor. No. Que la Patraña siga sufriendo a los siervos de la Barrios, la Rósete o la Sánchez Rico. Allá ella. Yo no. Cómo, si aún recuerdo, y quedé escarmentado, cuando me vi a las puertas, si no de la muerte, sí de la basílica, trauma del que aún no me repongo. ¿Y ahora vivir de nuevo la pesadilla? ¡Nunca! Me acuerdo y miren: se me pone la carne de gallina. Fue ahí, en el blanco diván de tul, cuando aquellos calambres, los estremecimientos. Ariel Mojarro, psicólogo:
– Bueno, sí, pero cálmate y deja quietas tus dos carnazas, que ya me echaste a perder tres agujas y se chorreó toda la ración de tranquilizante. Menos mal que reaccioné a tiempo y como se pudo logré canalizártela por vía de lavativa, papá. Y ahora sí, calmadito y sin calambrinas, me vas a relatar tu experiencia traumática de la basílica y sus beneméritos ambulantes.
Y sí, ya amansado por el tranquilizante, fui relatando al psicólogo el episodio que ahora cuento a todos ustedes, cuando aquella mañana de miércoles allá va este penitente. Penitente, sí, ¿por qué no lo pensé 100 veces? ¿Por qué no medí el grado de dificultad? ¿Por qué no reculé a tiempo? Porque ocurrió que para llegar al templo primero tendría que atravesar la avalancha, la arribazón, el tsunami de puestos y tenderetes del ambulantaje, que se había apoderado de la zona sagrada: millares de exvotos, jaculatorias impresas, milagros de plata imitación solohoy, bulas, cromos, rosarios, escapularios, velas de ceray de parafina, la veladora y el cirio pascual, oraciones en cartulina color magenta y esos retablos piadosos en rabioso technicolor y en la proporción consabida: del total de existencias se ofrecían juan-diegos hasta en un 2 por ciento, cristos y sagrados corazones, un 3 por ciento más, y un 4 por ciento de últimas cenas; por cuanto a los cromos de la Guadalupana, hasta en un 36 por ciento del total (barata de quemazón) el 55 por ciento restante, y con sobreprecio, Juan Pablo II, Dios. (Dios no en remate, sino como simple exclamación). Temerario imprudente, la escalofriante visión del ambulantaje no me arredró. Yo, enfervorizado y ansioso del milagrito, anhelaba acercarme hasta La Morena, de modo tal que después de persignármela y encomendarme a Dios, allá voy: dos, tres pasos y me engulló aquella selva virgen, o casi, de cubiculitos entoldados donde los cubiculotes del ambulantaje expedían, expedían y expelían su religiosa mercadería mientras a 2 mil decibeles:» ¡Mi camisa negra, como tu alma y tu calma!» Algo así, Santo Niñito…
Pistojeé para todos lados: qué había sido de mí, náufrago en el apeñuscadero de aquel zoco en pleno hervor. Me azoré, me la volvía persignar, y por el senderito que los tenderetes permitían al romero (vía dolorosa, de 35 a 70 cms. de anchura) comencé a avanzar así, miren, de ladito y conteniendo la respiración, sin saber de cierto si entre el apretujadero ya me iba o ya me venía. Dos, tres pasos al frente, y los juandiegos rozábanme el frente mío, mientras los retablos del Pocito me escoriaban el pocito. Horror…
Faltándome el aire y ahogándome entre tufaradas de rancios alientos y emanaciones de pocito santo, traté de orientarme por el sol, pero allá arriba toldos nada más, y aquella parda rajuelüla: smog. Ave María. Y el ingenio de los imagineros: en un retablo miré la imagen del Divino Rostro; quise, del fondo del corazón, que me libertase de la vorágine, pero al cambio en el ángulo de mi visión y por el artificio de ciertas rejillas de vidrio, ya el Divino Rostro era… (Mañana.)