Humo y niebla

Y  no más. Ese es el hábito del cigarrito, que más allá de aumentos en costo de las cajetillas y  prohibiciones humear los lugares públicos, el adicto sigue ingeniándose para aventar humo por boca y nariz. Ojalá que las medidas restrictivas contra la quema indiscriminada del tabaco baje la cifra millonaria que la Sec. de Salud se ve precisada a invertir, de nuestros impuestos, en curación de garganta, alvéolos pulmonares y anexos, pero lo fundamental: que en algo se aligere la carga a una señora Muerte a la que Calderón tanto sobrecargó de labor y a la que forzó a trabajar horas extra. Total, que aumentos e impuestos al precio del humo han venido salvando vidas humanas. Qué mejor. Mis valedores:

Yo en un tiempo fui una de las víctimas del humo del tabaco. En bofe propio conocí los males que acarrea el cigarrito; y cómo no conocerlos, si media juventud la viví pegado al cancerígeno para, aturdido que soy, tender una cortina de humo a mis problemas personales. Calmar los nervios, sí. Estabilizarlos. Cándido de mí, porque a amamantones de nicotina cuál problema iba a solucionar, que sólo se me encrespaba, y préndete otro, y a humearte los bofes, bofes. Mortífero.

Y de repente ocurrió (para mi mal, pensaba, pero fue una bendición) que de Guadalajara fui aventado hasta esta ciudad, y vine a dar al cuarto de vecindad en la Plaza del Estudiante. Engentado, azorado, pistojeaba en derredor, y como me decía la suriana del trabajo doméstico: “Así andaba yo, que nomás no me hallaba. Ora ya nomás aguantarse, joven».

Me hallé, y hallé a la estudiante de lentes con la que coincidía en el cine Sonora, que así, desdeñosa, me mantenía a distancia al igual que las tantas más que antes de ella me habían rechazado. Traté de arrimármele. Me frenó: «De lejecitos lo oigo mejor».

¿También ella? ¿Ella también? Le confesé mi frustración: ese era mi destino, el rechazo de la mujer. «¿Y aún no sabe por qué lo rechazan? ¿No se ha puesto a pensar? Oiga, ¿por qué fuma?»

–  Para calmar unos nervios atirantados porque ninguna muchacha acepta que me le acerque. Mis intenciones son sanas, créamelo.

– Sus intenciones puede que sí, pero no su aliento, ese  hedor.

¿Mi qué? ¡Lo vine a saber entonces, rayo que me estalló en seco! «¿Pues cómo se le van a acercar, con ese su aliento rancio,  que  me tiene a punto de vómito? Oiga, ¿y si dejara de fumar?»

Mucho lo había intentado; poco a poco retirarme del vicio, rezar, chupar pastillas de nicotina, chupar caramelos, chupar pomo, chuparme este dedo, chuparme el otro, el de allá, el de acuyá. Todo inútil. Nada lograba zafarme del cancerígeno que se me había tornado segunda naturaleza, y qué hacer.

Pero qué vicio resiste semejante bochorno, vergüenza como aquella que una estudiante de lentes me hizo pasar. Arrojé por delante mi fuerza de voluntad, arrojé un escupitajo, arrojé el cigarro, la cajetilla, me lavé la boca, y hasta hoy, suertudo como soy de que me tengas contigo, Nallieli mía, mientras (mi aliento rechinando de limpio y nunca un humazo ni una  gota de licor) miro fumar sin mojarme, pero sí con tristeza: las campañas de segregación y desprecios, discriminación, reglamentos, multas e impuestos que se abaten sobre los fumadores, con la heroicidad de tantos  por desahijarse del humaredón y vanas a veces las medidas oficiales por rescatarlos del humo. Lástima.

Por cuanto a las autoridades que intentan liberar a lo fumadores de plaga tan perniciosa, ¿se habrán puesto a pensar el origen de tal adicción? De ello hablaré después. (Vale.)

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