Ya me voy con mi derrota

Que la noche aquella me falló el volks en algún  barrio del norte, les decía ayer, y que la única luz que columbré a lo lejos fue la de La Reyna Sochil, curados de chilacayote. Afuera, sentados a dos posas y contra el muro los lomos, seis teporochos con los que me trencé en una charla que duró lo que la de a litro que me vi forzado a ofertarles.

– Aquí onde me ve, todo dado a la perdición, yo viví tiempos mejores. Pero la traición de una tirana… ¿Usté no ha sufrido penas de amor?

Que si las he sufrido, pensé. Vivo con ellas, y ellas conmigo. Nací con ellas enquistadas en la enjundia del ánima, y es hora que en ese ardimiento  muero porque no muero. Nallieli…

Suspiré. A lo lejos, el aullar de la ambulancia, que en su desgarro parecía malparir. El pretil de la piquera se erizó de gatos, erizados espinazos en la fragua de una brama espeluznante. De repente, desde la patrulla, el ladrido: “¡Ese del Nión, oríllese pa la orilla!” Dentro del antro el cantor, bordoneando arpegios: Porque esta vida que llevo – si no fuera porque bebo – no la habría de merecer…

Flor de la autocompasión. El catálogo de infortunios remojados en buches del intoxicante inmundo: “Mi jefecita santa, que me dejó solo y mi alma en el mundo”. “Mi chamaco; lo vi morir». “Ella y mis criaturas me salieron a despedir. Al rato, el ciclón. No volví a saber de ellos. Mi gente…” El gemidillo convulso, el sorber de humedad, la fuga de una realidad intolerable para un carácter de jericalla menguado por el licor…

Uno llamó mi atención. Saturado de alcohol permanecía culimpinado, rostro aplastado sobre el piso entre babas, bascas, desechos pestilentes.  “¿Y ese?” Silencio. Bandazos de viento: De qué me sirve la vida… Uno habló: “A ese respétele su dolor y su drama, señor. Ese nos llegó pero que muy tatemado de su alma, y así lo verá desde hace varias semanas. Bien se le adivinan las intenciones de quedar en la suerte,  y lo va a conseguir.

Las tristuras siguieron, y el chupeteo vinoso, y de súbito, el más vencido de los vencidos se removió; de culimpinado, se dejó caer; un temblor, un estremecimiento; la mano, trémula, rastreaba el pomo. Yo, en susurro: “¿Traición amorosa, tal vez?” Gimoteó, baba y mocos. ¿Qué tragedia lo arrastró hasta el averno del licor? ¿Esa sota moza que amamos tantito más que a nosotros mismos,  que de un día para otro se nos fue de este mundo para nunca más, y ahí terminó la existencia para nosotros? Nallieli…

– ¿Traición amorosa? No mame. (Sollamando con su aliento mi oreja el ebrio me susurró retazos del drama descomunal. Yo, oyéndolo, me estremecí. Asco, humana compasión.) “Querría pagarle otra de a litro, pobrín”, dije.

– Ese es su drama, y en cosa de días ya nos alcanzó a los que hemos invertido media vida en el pomo, y nos dejó atrás. Ese no llega lejos. Y cómo, si anda toreando a la muerte y buscando que se lo coja en los cuernos. Mejor se aventara al metro,  pero cada quién su muerte. ¿Se pone con otro chupe, señor?

Me azozobré. El redrojo se había venido en sollozos mal amansados. Algo intentó decir, pero se lo taponó el vómito, y para mí fue bastante; me retiré. Que los muertos entierren a sus viciosos. Mis valedores: del suicida qué será a estas horas, si viva o logró su intento, a saber. ¿Su drama?  No que lo echaran del PAN, no que en la conciencia cargara 100 mi cadáveres ni que por su culpa regresara a Los Pinos en PRI. No, sino que…

– Pinch’s… alumnos… Que  yo ni un… pie en Harvard… ¡agh!

Y ándenle, el vómito.  (Pobrín.)

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