Entre botellas

Esta vez los vencidos de la vida, esos redrojos humanos que, débiles de carácter y perdida la brega contra un sañudo destino que los superó en redaños, han bajado la guardia y se entregan de lleno al licor, a la vida arrastrada, a la muerte lenta y la perdición. Drogadictos, alcohólicos, espantajos humanos. ¿Alguno de ustedes habrá observado a semejantes bagazos, cascajos, cáscaras basurientas que se arremolinan al amor, al olor, a la pestilencia de la piquera? Son los gorkianos ex-hombres, los humillados y ofendidos de Dostoievski, las almas muertas de Gogol. Son los destinos trágicos de que habla Coccioli. Los viciosos.

Con varios de ellos me topé un día de estos en el callejón de barrio bajo, en los intestinos de un remoto arrabal, a esa hora de entre dos luces en que la tarde, acosada por la jauría de farolas y esquilas, huye en volandas con la noche amenazándola de desfloración. Del taller de lectura norteño regresaba hacia el sur cuando en eso, de súbito, el cremita me la empezó a hacer de fumarola. Tres explosiones falsas como promesa de Calderón, peste a quemado como familia de Calderón, el vehículo detenido como sexenio de Calderón, con un motor más muerto que esperanzas en Calderón. Bajé del volks  y procedí a levantar trompa y trasera (del susodicho). Pero nada; sistema de encendido y carburación, cuatrapeados, como el difunto político Calderón.

Náufrago de las cuatro esquinas, detrás de algún valimiento mandé ansiosas miradas hacia callejas y callejones: cuál de los cuatro será el mejor. Elegí el menos lóbrego, y vino a encontrarme, en retazos, la barriobajera tonada que se engrifa de amores y desencuentros, ausencias y soterrados dolorimientos que el alcohol despelleja: Porque esta vida que llevo – si no fuera porque bebo – no la habría de merecer…

Pian pianito, al amor de la trova que se machihembra al bandazo de viento, me fui acercando al charco amarillo que se cuajaba  al pie del farol, charco de luz legañosa. Detrás, en la semipenumbra, vetustez y abandono, La reyna Sochil, curados de apio y chilacayote. Aquí y allá, manos anónimas, los consabidos grafitos. «Pipo estuvo aquí». «La Lola ya». ‘Puto yo». (Válgame). Adentro de la piquera, la tonada que reblandecía corazones en salmuera vinosa: La derrota de mi pobre corazón…

Por aquí quién va a a entender de explosiones falsas, pensé al dar un paso, dos, tres. Pisé una cáscara de melón. “¡Ora, guey!”, rezongó la cáscara, que resultó ser no melón, sino mano. Levanté el botín (de orejeta, no de los botines que en abyecta impunidad, culpa nuestra,  se han levantado los Salinas y Cía.)

– Perdón -dije.

– No hay fijón si se copera pal pomo.

Los distinguí: en la banqueta, regados al amor del tufo aguardentoso, aquel tenderete de humanos desechos, deshechos como desechos humanos después de la digestión. Uno yacía en posición fetal, otro más se enroscaba, se erguía aquél sobre el eje de la cintura; chasqueaban todos unos belfos en rescoldo, sollamados de sed. “Un pomo, ¿sí?”

Teporochos. Cuatro, seis, sin contar los perracos y el par de ratas jariosas que, apalancándose en uno de mis botines, se afanaba en la bíblica maniobra de reproducirse y poblar la tierra (como si para ratas no nos bastasen  la Gordillo, los Fox, los Montiel). Uno de los redrojos aventó aquel gargajo:

– ¡Aguas, el esputo!

– Aunque sea, conque mande por el pomo.

Por el pomo mandé, y qué modo de aflorar y desflorar, al amor vinoso, penas y lloros, quebrantos y duelos y demás penurias de la vida arrastrada. (Sigo mañana.)

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