“Nuestros … héroes”

El ánimo, en la tertulia de anoche, no era el mejor. Extendidos sobre la mesa tres matutinos exhibían un pavoroso vacío de poder y unas medidas de gobierno desastrosas para el país. Habló la tía Conchis:  “Un consuelo me queda: que la única del edificio que fue a dárselo a Calderón es La Maconda.

(La señora viuda de Vélez, panista y adoradora del Verbo Encarnado que fue a darle su voto.)

– ¿Es ese un consuelo para nosotros? –La Lichona.

Allá abajo, de repente, la ráfaga de metralleta. Al rato la colonia se engrifó de sirenas. ¿Patrullas, ambulancias? Yo, mentalmente, la oración al Cristo de mi cabecera.

– Nosotros no merecíamos al Calderón…

– ¿No? ¿Está usted seguro, don Tintoreto? (El maestro, que se había concretado a escucharnos.) “¿Conocen, acaso,  Los mensajeros?”

– ¿Mensajeros de qué, de dónde, de cuándo? –el juguero.

– El relato Los Mensajeros, que describe el episodio aquel de los desdichados de alguna villa miseria obligados por el Sistema de poder a financiar un programa de vuelos espaciales. La TV, al servicio de ese Sistema del que forma parte integral,  juraba a los lugareños que eran ellos, al delegar en sus astronautas, los héroes conquistadores del universo. Los payos se la creían y pagaban la factura de naves, astronautas y burocracia adyacente.

– ¡Un teletón, pero a lo bestia! –El Síquiri.

– Así manipulados, los pobretes sobrellevaban miseria, avitaminosis, enfermedades y analfabetismo, y al sentirse héroes del firmamento…

– ¡Héroes por delegación, como los del clásico pasecito a la red!

– …copulaban con bríos renovados. Las mujeres imaginaban que un astronauta se las llevaba más allá de Venus y el hambre, el sufrimiento y la desesperanza…

Pues sí, pero un día, de repente, la nave espacial en que los desarrapados de la villa miseria habían depositado su esperanza irracional, se desplomó entre las malolientes cabañas de cartón. “¡Cómo dimos de alaridos! ¡El estallido nos hizo llorar a millones de ilusos! Fueron tristes nuestras lágrimas de decepción. En pocos minutos la nave en la que habíamos delegado para sentirnos conquistadores del cielo se había reducido a un gusano de fierros retorcidos.

Pasada la explosión rodeamos cadáveres y metales.  Fue horrible  nuestra pena, amargo el llanto por la nave destrozada y la promesa incumplida. No habían sabido estar a la altura de nuestra dignidad. ¿Por qué se insultaba nuestra fe en quienes habíamos delegado? Decidimos saquear el templo de la esperanza frustrada. Con furiosa energía saqueamos los restos. Al amanecer sólo quedaban cenizas de lo que fue nuestra nave espacial…

Ya no seguimos con la mirada a nuestros conquistadores del cielo. Ahora hemos vuelto a la vida de siempre: rebuscar desperdicios, robar a transeúntes, fornicar toscamente. Hoy despreciamos a nuestros héroes. Les hemos perdido la fe, y cada vez que sorprendemos a uno de nuestros niños mirando hacia el cielo lo golpeamos sin misericordia”.  El maestro:

¿La moraleja, contertulios? El mexicano, siempre renuente a crecer, madurar y asumir, ¿no pasa toda su vida delegando en sus astronautas  cada tres, seis años? Delegó en Echeverría, y venga la desilusión. Con JLP retoñe la irracional esperanza, y el desencanto. Ah, pero con De la Madrid sí. ¿Que no? Ya el Sistema nos apronta a Salinas y Zedillo. ¿Tampoco? Pero ahora, con Fox, ¡al cambio! ¿Nos engañó? Bienvenido el presidente del empleo. ¿Y? ¿Quién, quiénes, siempre delegan en sus falsos héroes? ¿Quién, quienes pagan todo a todos sus astronautas?  (México.)

El rincón de los niños

– ¡Basta, muchachos, les ordeno que dejen en paz a ese pobre chamaco!

La innata crueldad del humano, mis valedores. Anoche mismo,  desde mi ventana, observé a los granujas, hijos del vecindario, que en el patio de Cádiz  y al pretexto de unos juegos infantiles vejaban al más indefenso de todos, al más atolondrado, al pequeñín. Mirando la rudeza de los chamacos recordé El Señor de las Moscas, novela donde el inglés William Golding exhibe la crueldad a que pudo llegar cierto grupo de colegiales que un accidente aéreo abandonó en una isla lejana y que por afanes de sobrevivencia van adoptando costumbres cada vez más salvajes y primitivas donde afloran la ley del más fuerte y una crueldad inaudita. Me enfrenté a los maldosos:

– ¿No me escucharon? ¡Que lo dejen en paz!

Y que avanzo tres pasos hacia ellos, y que ellos avanzan cuatro pasos hacia mí, y que observo la docena de rostros sañudos, unas manos empuñadas, el fruncimiento de esas cejas alacranadas. A ver, a ver, ¿amenazas a mí? Yo, las verguenzas en su nidal y el corazón bien templado, procedí en concordancia de lo que me dictó mi propia dignidad: reculé, pegué el reculón y desde la ventana de mi depto seguí observando la chacota con que los bergantes, al pretexto de “la gallina ciega” y “las escondidas”,  ridiculizaban al infeliz (exhausto, temeroso, sudoraciones).

– ¡Es que tú no das una, guey!  ¡Ora a romper la piñata, a ver si ahí!

Lástima me dio aquel rostrín agobiado, agotado, jadeante y a punto de lágrimas mientras los maldosos le quitaban  sus lentes de burriciego y le cubrían los ojos con el de trapear. En las manos el palo de escoba, y un par de vueltas para descontrolar. “¡A ver si ahora! ¡A romper la piñata y hartarte de dulces y tejocotes!”

Pobre infeliz:  tirando palos de ciego,  tan desatinado como un rato antes, cuando vendado los ojos lo hicieron jugar a “la gallina ciega”, que  manoteaba al aire, y  a lo desatinado trastabillaba al tropezar con la maceta, la alcantarilla, el tambo de la basura. “Ya, muchachos, ya me cansé, estoy todo raspado”, y que aguántate, que ya nomás el jueguito vacilador de clavarle la cola al burro dibujado en una cartulina pegada en la puerta de “vigilancia”,  y a vendarle otra vez  los ojos, y a clavar la cola en los tanates del burro, y con la cola entre las patas aguantar las risotadas de los burlescos.”Ya no, muchachos, ya estoy muriéndome de fatiga”.

– La piñata, y ya. Confites y canelones. A ver cuántos te llevas.    (Sus palos de ciego me dan una lástima, una rabia, una exasperación…)

Pero ándenle, que sueltan el cordel y el cántaro se le estrella en plena mollera, y entre los tepalcates se le viene la cargazón de agua helada que lo empapa de testa a patucas. Un gritito agudo y arañar, bailotear, jadear sin aliento, jalar tarascadas de aire, y el choteo, y las risotadas, y de repente uno de ellos, los brazos en alto:

– ¡Basta ya, silencio!

Se acercó al que bailoteaba en un charco de agua y orines:

– No diste una, Felipín. No atinaste con la gallina ciega, la cola del burro ni la piñata. Eres nuestra plaga, nuestra salación. Por cuanto al baño: sábete que es cortesía de don Alejo Garza Tamez, espejo y flor de varones, que al calcular tus alcances de gobernante prefirió hablar no con discursos ni condolencias, sino con su par de cojones. ¿Tú a dónde irás a esconder la cara?  ¿Conoces lo que es la verguenza, Felipín?

¡Verguenza! Que poca la mía, que al reclamo (justo, iracundo, viril) me sorprendí aplaudiendo. Qué pena. (¿O no?)

Psicosis

Mi barrio, mi calle, yo mismo. Nosotros, los de entonces,  ya no somos los mismos. El barrio que solía recorrer, ¿en dónde se me extravió? Mi calle, ¿en que se me vino a transformar? Al primer canto del gallo y al primer rayo del sol solía caminarla, rumorosa de jilgueros, cenzontles, canarios. Limpia mi calle, olorosa a eucalipto y a patio recién lavado, que yo recorría con pisada firme, optimista, con el  mañana de mi ciudad color de rosa, rosa mexicano (mexicano de mí). No lloro, nomás me…

Porque ocurre que ahora, zacatón de miércoles, por miedo al secuestro virtual, verbal o efectivo, no me atrevo a salir de mi depto (no de algún bunker particular, como el que tanto presumes, Verbo Encarnado) y mucho menos andar por mi calle si no es con el sol bien alto. Me topo entonces, y aquí su ruda metamorfosis, con un zoco turbio de tufos a cebolla y orégano, a epazote, cilantro y fritangas al mojo de ajo, que ventosean unas casas que apenas ayer fueron hogares y hoy, gracias al hombrecillo del bunker, se han metamorfoseado en patéticos changarros que ofrecen toda suerte de sopas y sopes, la chalupa y la carnaza,  el pambazo, la garnacha y esas tortas ahogadas en toda clase grasas y sebos, mantecas y aceites, comestibles algunos. En  los venerables portones que huelen a reminiscencias del porfirismo, las cartulinas que ofertan la ropa usada y los zapatos viejos. Yo a traspiés caracoleo entre  pomos, latas y frascos vacíos, papel de envoltorio embijado de sebos pestíferos y restos de yerba: las narcotienditas, espinillas en el rostro del barrio. Patético…

De tanto en tanto, corazón bandolero, me arriesgo a salir a la calle (en un momento la primera del ángelus en  de La Porciúncula). Y es a esa hora, mis valedores…

Avanzo, y ahí me salta el primer ladrido; lo libro y me acosa el gruñido; avanzo, y una discordante sinfonía de aullidos que van del pit-bull y el rod-willer al perraco de la calle que una de la calle recogió, qué buen corazón. (Ahora mismo, mientras esto redacto, ¿los oyen? En las orejas me chillan los de mi vecino de al lado.) El temor, el temblor, el terror de mi barrio, que se manifiesta a ladridos…

A la señora del perraco callejero, la única en el vecindario que ha aceptado cruzar palabra conmigo, le comenté la discordante sinfonía de ladridos que tasajeaba el amanecer. “Aturden el barrio a ladridos. ¿No le parece una precaución que raya en la psicosis?”

–  ¿Y cómo quiere que los jodidos conjuren su miedo? ¿Que se construyan un bunker particular, como el que farolea uno que me abstengo de nombrar porque se me agria la cruda?  ¿Qué solución le queda al jodido, que no sea un perraco ladrador?  ¿Un bunker particular, miles de guaruras del Estado Mayor Presidencial, federales, la DEA? Un perro, qué más. Pero si hasta el de Gobernación. ¿No se le frunce a él también el cicirisco? ¿No  imita él también al fregadaje? ¿No cuenta con una buena jauría de bravos mastines, herencia de los Gómez Mont y congéneres?

(Achis, achis.) “¿Cómo cree que esos de allá arriba controlan el pánico que les provoca López Obrador, si no es cuchileándole a esos feroces ladradores al tanto más cuanto,  los chuchos de Nueva Izquierda? ¡Echenle montón! Después, las sobras de la merienda, y la paz”. ¿Ha escuchado sus versos?”

“Cuando un mastín forastero – pasa por una ciudad – chuchos de la vecindad – le van a oler el trasero. – El mastín (grave, mohíno) – ve la turba que babea – alza la pata, los mea – y prosigue su camino”.

Perracos. (Agh.)

Justicia y futbol

Los futbolistas paraguayos Vera y Barreiro fueron víctimas de extorsiones telefónicas. Tienen la intención de dejar el país en cuanto sea posible, con todo y familia.

No creo que esos futbolistas deberían preocuparse hasta el grado que lo expusieron el pasado jueves. Ellos viven una  “justicia” particular, mexicana. Baso mi creencia en dos hechos ocurridos hace algunos ayeres: el secuestro del padre del entonces futbolista Jorge Campos, y simultáneamente el de Primitivo, un hermano de Sor Ruperta Díaz, misionera franciscana. Yo, ante la clase de justicia que se aplicó a ambos secuestros, envié a la monja este mensaje que a Vera y Barreiro los puede aleccionar:

Madre franciscana:  “Todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros, afirma Orwell. Por otra parte, ¿sabe de futbol? ¿Sabe que  un equipo se forma con 11 jugadores? Las atribuciones del jugador son juventud, estatura, fortaleza, técnica y mucho amor a la camiseta. Y cómo no amarla, si ahí, entre pecho y espalda, porta la propaganda de las transnacionales que lo enriquecen hasta la náusea: aguas negras, tabaco, cervezas, en fin.

No sólo dólares le regala el jueguito; fama también, y honores y distinciones, y la adoración de la Perra Brava,  ese hincha que hincha las arcas de los alquilones y demás mercachifles del jueguito manipulador con el que los pobres de espíritu se sienten héroes por delegación. El ascendiente que logran de una fanaticada ávida de hazañas que no puede o no quiere realizar por sí misma, júzguelo por este detalle: a cierto jugador de un equipo de esos le acaban de secuestrar a su papacito, un tal Ñoño Campos. ¡Al padre del portero de la selección mexicana del clásico pasecito a la red! ¡Inaudito!

Madre Ruperta: ¿hasta su reducto religioso le llegaría la convulsión, la compulsión nacional? La escandalera y el cacareo que alzaron radio, TV y periódicos llevó a la Perra Brava a arrodillarse, alzar los brazos y orar, llorar, darse  golpes de pecho, tomar litros de licor y tomar como propia la tragedia del jugador priísta y su ñoño padre, más priísta todavía. Madre Ruperta:

Toda la policía, en brama y desbozalada, se echó tras los rastros de los secuestradores, y pronto apareció el  Noño priísta gracias a la presión de todos los mexicanos (menos yo, madre; de tantas cosas tengo que avergonzarme, pero de esa no). ¿Los dólares del rescate? Tres juegos en la cancha y ahí están. ¿Y los secuestradores? Ya en la cárcel. Justicia pronta, expedita, mexicana…

Madre: a su hermano lo secuestraron desde hace meses. Puso usted la denuncia ante las instancias correspondientes, y aun dio los nombres de los presuntos secuestradores. ¿Y? Las autoridades se niegan a girar una orden de aprehensión. “Es que no nos consta que hayan sido ellos”. ¿Y radio, TV, periódicos, madre, ellos tan estrepitosos con el caso del Ñoño Campos? Con la tragedia de Primitivo, silencio.  ¿Ve, madre, lo que sucede en este país con una justicia supeditada a la fama de la víctima y al criterio de los “medios”? ¿Por qué Primitivo Díaz Camacho, secuestrado desde hace meses y  tal vez sacrificado a estas horas, no fue portero de fútbol? Clamó el cursilón del periódico,  con el Noño ya de vuelta en el hogar:

Y Campos volvió a sonreír…”

¿Comprende ahora, madre, por qué en México hay que saber de fútbol, jugarlo y volverse tan importante para la justicia mexicana que de inmediato se avienten a rastrear, morder, torturar, hasta en cosa de días liberarle a su Ñoño padre? (Conque, futbolistas Vera y Barreiro… en fin.)

Haiga sido como haiga sido

Será la entrada del presente mes, serán estas lloviznas nocherniegas, será que siento el ánimo fruncido de asco y desprecio por ese infeliz que allá, por los pinos, está a punto de ausentarse, que de hecho ya se ausentó,  que falleció, que nació muerto y en olor de formol y cadaverina. Mi espíritu debería estar de fiesta porque desaparece de mi conciencia ese sobrevalorado que haiga sido como haiga sido ahora cae al desván de la historia, que es decir al olvido, la indiferencia, la muerte, y ya…

Esto presupone que al mediocrillo lo habrán de chispar de las primeras planas, que en carne viva habrá de sufrir la quemadura del abandono, la indiferencia, la extinción. Algún insulto, si acaso; desganado, que no vale cebarse en un infeliz que más allá de la gloria falsa de las candilejas que le aprontaron los “medios” no pasó de ser un pequeñajo al que en la medida de las aclamaciones al tanto más cuanto yo repudiaba. Porque, mis valedores, que se va o se fue, eso es un hecho. Y si no, ¿dónde están las multitudes que apenas ayer aclamaban al bienamado, telilla del corazón? Los mimos y los aplausos, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto chiqueo y de las fotos en primera plana? Como dedo chiquito lo trataban los “medios”, como niña de sus ojos, como monito de sololoy, como a  ídolo popular (impuesto) lo aplaudían y cada gesto le festejaban, cada pirueta, cada mohín. Para él todo era buen placer, y yo digo: las ternezas, los placeres, y los humos de copal, ¿qué fue de la escandalera?

Aprended, flores, de mí – lo que va de ayer a hoy – que ayer maravilla fui – y hoy sombra de mi no soy…

Yo nunca fui de sus paniaguados. No me uncí al carretón de sus cortesanos de oficio y de beneficio; repugnancia me provocaban las peregrinaciones de cortesanos serviles, logreros y ventajistas, con su exhibición barata -carísima- de idolatría. Yo no, que nunca pretendí cercanía con él. Yo siempre de lejecitos, porque desde que trepó al sitial entre frondas y pinos me cayó en el caracol del ombligo, que Palillo decía. (Mi única, arrimadita a mis lomos, mira lo que voy escribiendo, y musita de boca a oreja: “Ha de ser cosa de noviembre, mi amor, que siempre te torna melancólico y falto de tolerancia con la mediocridad”. Pudiera ser.)

Sea como puede que sea, para mí el tal, desde que nació a la popularidad facilona que otorgan los “medios”, siempre fue un plomo, un  hígado, un sangre pesada mediocre y vulgar. Sin más. Ah, pero todavía hace algún tiempo aquel espectáculo, abyección pura, de una borregada que se vivía festejando semejante catadura, un tanto sombría. Qué tiempos.

Pero eso ya se acabó, pobre infatuado. Desencantados, esos que ayer organizaban romerías para ir en peregrinación a aclamarlo le vuelven la espalda. El mediocre fue arrojado a su espacio natural, el  desván de la historia, y que allá por los pinos venga pronto algún animal menos vulgar.

Pobre del pobre oso panda, digo;  qué fin tendría. Si siga olvidado en su jaula o ya lo hayan chispado de por los pinos. A saber.

Y ahora, de pronto, foto a todo color, una anciana aparece con un animalejo peludo en los brazos, y la noticia: “Totalmente conmovida se sintió la reina Sofía de España con unos pandas gemelos de apenas dos meses, quienes (sic) nacieron en el Zoo Acuarium de Madrid. La soberana los abrazó, los besó y hasta les dio su biberón”.

Cuando chiquito en la cuna – todos me querían mecer -ora que estoy grandecito – ninguno me puede ver. Condición de humanos. (Felipe.)

 

Dientes blanquísimos

El desprecio y la iracundia se concentran en el actual. Por cuanto a Vicente Fox, zafio y protagónico, hoy se nos torna el rey de burlas que ya erige a este en Premio Nobel o ya cantinflea de política. Pues sí, pero al modo de la leyenda apócrifa: mientras todos los viandantes se cubrían la nariz y hacían comentarios vituperosos ante un perro muerto, el Cristo le descubrió una cualidad: “sus dientes son blanquísimos”.  Así los de Fox. Porque, mis valedores…

No quisiera más ventura – ni más dicha merecer – que de tu boca a la mía – no cupiera un alfiler…

Miro las fotos de hace tres años y de hace unos días. Y ellos dos, Fox y Marta, la misma pareja. Más bataneados de años y días, pero juntos los dos. En la foto de hace años, la pareja trenzada de brazos, sonriendo al mirarse a los ojos, mielecita en penca. El, físicamente disminuido en la foto reciente; ella, un organismo gastado y ataques de vejez en el rostro, pero juntos los dos, Fox y Marta, un amor inmune al tiempo, anudados de brazos hoy lo mismo que ayer.  En ambas fotos ese amor senil, y tan joven, cuando en tantas parejas públicas cuanto anónimas la disolución es seña de identidad. Sus dientes son blanquísimos…

Me gusta hablar del amor. Declarar el amor. Proclamarlo, gozarlo, sumergirme en él. Fue por ello que hace años, cuando el presidente Fox se casó con su Marta y vi en las fotos sus bocas unidas, alabé al varón. Sin ironía; sin sarcasmo. “Pero no azozobrarse”, aclaré para evitar suspicacias. “No me he vuelto de los intelectuales orgánicos que viven de culimpinarse. Mi loa va para ese varón que, según los indicios padece de cierta dolencia en su corazón que de corazón le alabo, dolencia común y tan poco común entre los humanos”. Fox vive ese estado de gracia que es el amor. Cómo no entender sus desplantes frente a la amantísima y que hoy mismo padezco ese achaque en la carne viva de la viva entraña de cada telilla del corazón. (Aolí.) Lo entiendo y aplaudo: a mí, enamorado al que el fervor amoroso me brota en el rostro como esplendorosa erisipela, voces me faltan para gritarlo en público y en  privado, que de la abundancia del corazón hablan las trovas:

Ay, malhaya, malhaya – vengo diciendo – que me quiten el gusto – de estarla viendo…

Cómo no exaltar al Fox enamorado frente a las historias de amoríos clandestinos de tantos de los anteriores. López Mateos, garañón que, carisma, juventud, coche deportivo y buen físico, para negocios de cachonderías le echó de ribete el prestigio de la figura presidencial; y esos grotescos y  sórdidos amoríos de un adefesio todo dientes y jetas, un Díaz Ordaz que se refocilaba con los silicones, las cirugías y lo todo  postizo,  incluyendo los lunares, de cuanta bataclana accedía a soportar, por amor al billete, que el hocicudo la embijara de sangre fresca (Tlatelolco) donde hubiese puesto las manos: tetas, glúteos, entrepierna y anexas. ¿Alharaquiento el amor de Fox? Compárenlo con el miserable del que en vida se vació en una descabellada compulsión por todo lo que oliera a pompa(s) y circunstancias, ese JLP que de Los Pinos hizo leonera y del teléfono rojo instrumento para enlaces de pantaleta. Ah, su alardoso currículo  de garañón y padrillo, de morueco y burro manadero. Marta y Fox, latrocinios aparte, hoy mismo trenzados, como trenzados ayer. Bien hayan.

Si Vicente quiere a Marta – y ella es todo su querer – ya la besa, ya la exalta – ya no sabe ni qué hacer.  (Aolí.)

Autores intelectuales

La inteligencia es sólo una parte del hombre, y no la mejor…

Y a propósito, mis valedores: ¿conocen ustedes algunas obras de Shakespeare, el máximo autor en idioma inglés? Hamlet, Macbeth, El rey Lear,  ¿cuántas habrán leído o visto representadas en el escenario?  ¿Recuerda alguno La Tempestad, con tres personajes simbólicos y a la exacta medida de los intelectuales enquistados en el Sistema de Poder? Ellos son:   Próspero,  que invade la isla donde ocurre la tragedia y que reduce a un par de nativos a una suerte de esclavitud: Ariel, genio del aire, la idea y el espíritu, y Calibán, que personifica el vicio, la torpeza, la rebeldía,  la carnalidad. Pero semejante visión  es maniquea y simplista, según estudio reciente de Fernández Retamar,   escritor y ensayista cubano:

Calibán, el rebelde, era el dueño de una tierra de que fue despojado a la viva fuerza por el invasor, mientras que Ariel es el intelectual obsequioso que se pone al servicio del invasor contra el rebelde nativo y dueño de la isla; el intelectual toma partido a favor del Poder y sus desmesuras contra quienes se atreven a rebelarse. ¿El precio por la ejecución del trabajo sucio? Una estrellita en la frente; una beca del Fonca, de Conaculta y en los comelitones palaciegos cantarle a su benefactor:

“Bécame – bécame mucho – como si fuera esta beca la última vez…”

Un parlamento de La Tempestad: Ariel, todo un intelectual: – ¡Salve por siempre, gran dueño! ¡Salve, grave señor! ¡Vengo a ponerme a las órdenes de tu mejor deseo; haya que hender los aires, nadar, sumergirse en el fango (en el fuego, dice la obra), cabalgar sobre las rizadas nubes, a tu servicio estoy; dispón de Ariel y de todo su influjo”.

Próspero, mientras los perros persiguen al rebelde Calibán: – Ariel, mi polluelo, pájaro mío: ve y encarga a los duendes que trituren las junturas de Calibán con secas convulsiones: que encojan sus músculos con terribles calambres. (Ariel:- Sí, dueño mío…)

Esto leyendo me ampollan la mente esos nombres, las cataduras de los caraduras, con sus torvos conceptos de  intelectuales Arieles, genios del aire (ese que forma el alma del carrizo)  siempre cercanos al Próspero sexenal, a quien “justifican” todas sus medidas de gobierno contra las masas sociales.

Hoy sólo algún Ariel temerario se atreve a quemar copal ante la mediocridad del que haiga sido como haiga sido etc., pero no está por demás recordar las opiniones que en 1968 ventosearon a favor de Díaz Hordas, de LEA en 1971 y del Próspero sexenal Zedillo cuando se echó con todos sus policías contra la UNAM y  los estudiantes en huelga. Entonces las opiniones de los intelectuales Arieles:

IKram Antaki: “Presidente habemus”.

Héctor Aguilar C.:“No obstante lo ocurrido, Zedillo no es ni podrá ser un presidente autoritario”.

Carlos Fuentes: “La UNAM no es una universidad elitista, pero tampoco debe ser de lumpens o de baja clase media ofendida”.

Federico Reyes F.: “El operativo fue muy cuidado, sin víctimas que lamentar. La administración de la violencia legítima también puede ser profesional”.

¡Aquel Carlos Monsiváis!  “Sí, yo firmé el desplegado aprobatorio (de la invasión a la UNAM) porque en ese momento creí que era lo mejor, estaba todo tan empantanado, y por el fastidio ante una huelga tan prolongada. Por eso también participé en un manifiesto de intelectuales, guiado por una certeza: es mejor dialogar en la Universidad abierta y evitar así la represión”.

Dice Hamlet: el resto es silencio. (Ariel.)

Terrorismo sagrado

Terrorismo que hizo explosión la madrugada de ayer y que  me dejó el sistema nervioso hecho garras. Porque ocurrió que yo en sueños acariciaba a mi amantísima ausente cuando, de súbito, el estallido. “Párpados atrozmente abiertos a la fuerza”, brinqué del sueño a la explosiva realidad. ¡Terrorismo! ¿O sería el tanque de gas? Cuál gas, si a la primera explosión sucedieron muchas más: una a una, dos a dos, en manada. Pistojeé, miré al techo, calculé la forma de huir. ¡Pólvora!

Por el estrépito logré ubicar la fuente del terrorismo: la ermita de Santa Rita, la santa de mi barrio, que a deshoras de la madrugada alborotaba el fervor de unos penitentes en brama religiosa. ¡Bum, burrrum! El mastique de los vidrios comenzó a chisparse. El Rosco y su runfla de gatos, en la azotea, aquellos espantables aullidos como en medio del trance amoroso, como orgía sexual. Los perracos, lo supe más tarde, huían despavoridos, desparramando desechos. El barrio, convulsionado. Los estallidos activaron las alarmas de todos los coches del vecindario. Santa Rita de Casia…

Tembloriqueando bajé a la cocina y me preparé la primera vasija de infusión del día. Más tarde se reunirían conmigo algunos vecinos que daban su versión del estrépito parido por un rito religioso que ahora, a media mañana, se resolvía en música de banda, de tambora, de mariachis, de licor. Los bandazos de viento acarreaban retazos de la melodía, trompeta y guitarrón, desde el templo católico:

 “Esta noche saco un gallo – y lo saco con linterna – y lo paso por tu casa – a ver qué chivo me cuerna…

Cocina, comedor, cuarto de trabajo: a cada bombazo, histéricas y con tufo de cable chamuscado, las lámparas arrojaban luces altas, bajas, pálidas, rojizas. Llegó mi vecina del 16: “¿Lo pasará a creer? A cada explosión las hornillas encendidas en mi estufa se apagaban, y las apagadas se encendían”.

El vecino Fabián: “A los bombazos oí a mis dos fieras rod-wailer quejarse en la azotea. Subí, y válgame: atejonadas en un rincón, cimbrándose al espeluzno”.

Mediodía. Yo, solo y mi alma, pensando, nomás pensando. El indispensable estallido de pólvora en el templo de Santa Rita no sería tan grave de no haberse producido metástasis en todos los templos de la ciudad (del país), porque a cada capillita le llega su fiestecita. Mis valedores: ¿semejante derroche de pólvora qué quiere dar a entender? ¿Un alarde de religiosidad? ¿Armar alboroto, y friéguese el vecindario, sus nervios, su sueño, su tranquilidad? ¿En nombre de qué, de quién o de quiénes? ¿Qué ley los ampara contra el supuesto protector de vecinos, ese Bando de Policía y Buen Gobierno que, con su nuevo título, prohíbe ruidajos que afecten al vecindario? Yo hubiese querido que semejante terrorismo “religioso” hubiese estallado en las orejas de los políticos que se llenan la boca con su “estado de derecho y respeto a la ley”. ¡Bum, bummm..!

El padrecito, ancho, orondo y protagónico, se sentiría reina por un día, por una noche y una madrugada, con el vecindario aguantando a pie firme, que no a pierna suelta, la agresión de una pólvora (china) cuya venta “está prohibida en México”. El barrio, en tanto, la taquicardia…

Noche cerrada de un día difícil. Nublazón de humo. Partículas de pólvora suspendidas en el aire. Pestilencia por los flatos que ventoseó el de Santa Rita (el templo). Yo, al intento de dormir, imploré el auxilio del Cristo de mi cabecera. ¿Pero esas ojeras, ese divino rostro desencajado? Me dio una lástima. Y ni cómo auxiliarlo.  (Dios.)