El Salvador. Que durante el conflicto armado de 1980-1992, acusa Baltasar Garzón, mujeres, niños y ancianos fueron eliminados en despliegues operativos que exterminaban masivamente a la población. ¿La justicia?
“Una de las matanzas fue ejecutada bajo el mando del coronel Sigfrido Ochoa Pérez. hoy diputado en la Asamblea Legislativa. Ni una persona ha sido responsabilizada por estos crímenes de lesa humanidad”.
¿Y entonces la firma de la paz? ¿Y El Salvador, ya pacífico después de esa ceremonia oficial? Recuerdo aquello ocurrido el 16 de enero de l992 en el Castillo de Chapultepec. Como final del protocolo que marcaba la paz entre la guerrilla y el gobierno de El Salvador Shafick Handal, vocero del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, depositó su AK-47 en manos del mediador, presidente Salinas, y al recordar los años de la guerrilla, Handal rubricó la ceremonia con una expresión vulgar, escatológica y humanísima:
– Hijueputa! Esta mierda se acabó…¡y nosotros seguimos vivos!
¿Pero El Salvador hoy día? ¿La paz en aquel país? Pero bandazos que da la historia: sería el presidente Mauricio Funes, ex-guerrillero del FMLN, el que en la ceremonia conmemorativa de los acuerdos de paz que marcaron el término a 12 años de conflicto bélico que arrojó un saldo de 75 mil cadáveres y 12 mil desaparecidos, se refirió a las aberrantes violaciones de los derechos humanos y a los abusos perpetrados en nombre del Estado salvadoreño:
“Pido perdón a las madres, padres, hijos, hijas, hermanos, hermanas que no saben hasta el día de hoy el paradero de sus seres queridos. Pido perdón al pueblo salvadoreño, que fue víctima de la violencia atroz e inaceptable”. Bandazos que da la historia.
Ese es El Salvador, mis valedores, país de luces y sombras, donde el poeta guerrillero Roque Dalton fue asesinado por la propia guerrilla, mientras que una bala asesina abatía en plena celebración del oficio litúrgico a monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, para que su asesino intelectual, un Roberto D’Abuisson ultraderechista fanático, fuese muerto poco tiempo después por la gracia de un cáncer fulminante, que de paso iba a llevarse a uno de los secuaces de la ultraderecha, José Napoleón Duarte, presidente de El Salvador. El Napoleón del trópico.
Fue entre diciembre de 1980 y mayo de 1982, con este Napoleón como jefe de la junta de gobierno, cuando se registró una de las épocas más sangrientas y enconadas del conflicto armado que tuvo su desenlace años más tarde en el Castillo de Chapultepec. Este mismo represor inició diálogos con la guerrilla en los años 80, mientras que al mismo tiempo viajaba a Washington, donde se originó el incidente que ha quedado para la historia de la abyección pública: rodeado de diplomáticos y funcionarios gringos, de repente Napoleón cayó de rodillas ante la bandera de Norteamérica y a ojos cerrados se puso a besarla. Al ponerse de pie ya había conseguido la ayuda militar del gobierno para combatir a la guerrilla. Yo, suspicaz: sus métodos y experiencias en relación a la ayuda militar de Estados Unidos pudiesen servirnos para sopesar acuerdos, alcances y consecuencias de concesiones como el “Plan México”, enmascarado en su disfraz de “Iniciativa Mérida”.
Hoy, los retos del nuevo presidente, Salvador Sánchez Cerén, que en semanas iniciará su gestión, van a ser, como en México cada fin de sexenio, “los problemas de siempre”. En fin.
Luces y sombras, tan pequeño y tan grande. (El Salvador.)