Noviembre, mes de la Descarnada, los fieles difuntos y el resfrío en el ánima. Noviembre, un tiempo a la medida para reflexionar en que habremos de dar el paso hacia la Gran Interrogante y que por eso mismo el imperativo es vivir; a toda sangre y a todo pulmón. “Nuestras vidas son los ríos- que van a dar a la mar-que es el morir”. Nuestra única certidumbre. La única.
Noviembre y los viejos, esos entrañables que hoy sobreviven apenas, a penas, el tramo final; ellos que mucho antes que nosotros conocieron la vida a todo vivir, con lo que la vida significa de amor y dolor, de ambición e ideal, de alegrías, fracasos y desilusiones. Los viejos que nos precedieron en el áspero oficio del diario vivir, oficio agridulce; ellos que a su hora fueron capaces de inspirar y vivir el “amor amoroso de las parejas pares”; que dijo el poeta; ellos, que practicaron puntualmente el rito alucinante del amor que “cabalga por los desfiladeros de la muerte”, que dijo también, y que ejercieron el oficio de las lágrimas y los vuelos del ideal, y soñaron despiertos; esos que, Ícaros irredentos, cayeron una y otra vez, y Dédalos, una y otra vez se alzaron y alzaron el vuelo, que ese es el humano destino: la sobrevivencia. Esos ancianos apenas ayer fueron hombres en plenitud, varonas ellas y ellos varones, e imaginaron un destino y eligieron un rumbo, y lo intentaron con una fe que se puso y los puso a prueba una y otra vez. Hoy arriban al tramo final. Nuestros viejos. Viejo yo mismo. Y qué hacer…
Me gusta observarlos; en su rostro, como en un diario fiel y puntual, proclaman la marca de todos los vicios, de todas las virtudes y el racimo de las penurias que los zarandearon a la mitad del arroyo, que es decir de la vida. Y el sinsabor y la dicha agridulce. Los viejos, pozos de prudencia, fuentes de experiencia; para ellos la gratitud, esa leche humana que fluye del cogollo mismo del corazón. El padre Juan, que “hizo el bien mientras vivió”. La madre Tula, argamasa familiar y entraña entrañable, sé lo que digo. Nuestros viejos, los de todos nosotros…
Pues sí, pero hay de viejos a viejos. Unos hay, los más desdichados, que en la fase “terminal” aguardan su hora en la almendra erosionada de la soledad. Son los confinados en el asilo, víctimas muchos de la humana ingratitud, ellos que lograron forjar una familia para que la familia se deshiciera de ellos. Y si es la ternura la leche humana, y la misericordia la humana miel, la ingratitud es la bilis del hombre, su halitosis, lo que el hombre tiene de vinagrillo, de escorpión, de basilisco. Y basilisco malagradecido. Porque yo digo, mis valedores: todo en el ente humano merece perdón: flaquezas, error, torpezas, claudicaciones; todo, menos la ruindad de los traidores, los envidiosos y los malagradecidos. Y a propósito…
Acabo de visitar un asilo de ancianos, el más remoto de todos, el más mortecino, el más lóbrego y que, segregado del caserío, agoniza extraviado en aquella polvorienta geografía: una finca árida, gris, que envejece al paso cojitranco de sus ancianas criaturas, con sus muros leprosos que arropan aquel almácigo de vejestorios descascarados de la vida que, guardia baja, aguardan el guadañazo final. Viejos de asilo en asilo de viejos que han sido desahuciados de todo y de todos, menos del ejercicio del sufrimiento. Me puse a observarlos…
Era la hora de entre dos luces, cuando la tarde duda y la noche aún no se decide. Los miré deambular, sonámbulos, en aquel retazo de mundo… (Esto sigue mañana.)