Serviciales

El Perro, mis valedores. Así  se nombra el relato de un L. Turrent cuyo texto sinteticé para ustedes hace años y luego arrumbé en el desván de las carpetas en desuso. Pero válgame, que el tema del perro al que alude el autor cobra hoy tan requemante actualidad que justifica reiterar en el simbolismo de “El Perro”, dedicado esta vez al Legislativo y anexas, serviciales de Washington. Júzguenlo ustedes.

Soplaban los vientos de la Revolución. El militar del cuento era rudo, áspero, insensible. Su servicial, por contras, era un ser insignificante despreciado, infeliz. Era “El Perro”, como le apodaban, mote elocuente. ¿Van ustedes tomando nota? Pensar en legisladores y anexas.

Y ocurrió que al depreciado aquel le achacaron un crimen del que era inocente, y muy a la usanza “revolucionaria” me lo iban a fusilar en un muro del cementerio. “¡Preparen armas! ¡Apunten!”

¿Fusilar al pusilánime? ¿Cómo, si no podían mantenerlo de pie? Un desmayo de ánimo, un desmayo de piernas, y aquel terror que acalambra y acogota al débil de espíritu y temple desfalleciente. Un cobardón. El oficial de mando:

– ¡Párese, hijo de la tiznada! ¡Muera como los hombres!

Pero una vez más el terror, el desmayo,  y ahora  el azar: el coronel que relata el suceso se enteró del incidente, acudió con los de turno y salvó la vida al pusilánime. No lo hubiera hecho; de ahí en adelante, la sumisión absoluta del recién resucitado por el oficial que, desprecio y lástima, le salvara la vida. El apocado se arrimó a la casa de su salvador y se dio a servirlo en todo y con todo, hasta granjearse el apodo de “El Perro”. Abyección pura.

“Ahí lo tenía siempre, sus ojos humildes puestos en mí. Me daban ganas de echarlo, tal como se hace con un perro de verdad, para que no siguiera cuidándome el sueño, pero él me seguía como mi sombra. Repugnante su servilismo”.

Y de pronto, a deshoras de la noche:

– ¡Que vienen los carrancistas! ¡Que no podremos resistir!

Y a la huída. Por salvar la cuera (lo único con que pudieron huir), los villistas huyeron del caserío tratando de ganar la sierra perseguidos por los primeros balazos. “No tuve tiempo de ensillar mi caballo. Iba a pie trepando cuestas y bordeando desfiladeros”. La luz del amanecer suponía nuevos peligros. Y a correr, los plomos silbándoles por los lomos.

“De repente, el galope aquel. Nos parapetamos”.

Y ahí, ante el asombro de todos,  va apareciendo “El Perro”, que traía el caballo del coronel. “Las balas silbaban entre los árboles, pero iba entonces sobre mi caballo. Detrás de mí, en ancas, mi sombra, aquel “perro” que había cruzado las líneas enemigas y recibido los disparos de los carrancistas. Como montaba muy mal, se sujetaba en mis hombros con manos temblorosas. Muerto de miedo, como en el cementerio, cuando lo iban a fusilar. Corría mi caballo. Huíamos del peligro. Nada atendía sino esa fuga”.

Por fin. Ya estaban en la zona dominada por los villistas. El coronel detuvo su cabalgadura. “Sólo entonces miré aquellas manos lívidas sobre mis hombros. Horriblemente crispadas”.

Y que al intentar volverse hacia el servicial, éste resbaló y dio contra el suelo. Una bala destinada al coronel había sido absorbida por los lomos de “El Perro”. El militar lo llevó a sepultar al camposanto. “Pero la última visión que conservo de él: junto a un depósito de basura vi un perro muerto, de vientre inflado y patas encogidas, con unos ojos turbios tercamente fijos en la basura”.

Al Legislativo y anexas, ¿qué memoria histórica les aguarda? (Agh.)

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