Y a jalar la carreta…

Me refiero al conjunto escultórico que España donó a nuestro país y que fue colocada en la Plaza Miravalle. Cité el viernes pasado la noticia del DDF acerca de que cierran la plaza de marras para construir en las inmediaciones reductores de velocidad. La noticia me trajo a la mente el mensaje que dirigí a La Cibeles  cuando yo recién llegado a esta noble y vial. Dije entre mí a la diosa de la fertilidad campestre en la mitología de la antigua Grecia:

– Ruegue a Zeus, señora,  que usted no vaya a correr la suerte de que se la roben o terminen ofendiendo su honra. Que permanezca completa, no me la vayan a coger como objeto de rapiña y vaya a parar al jardín de alguna residencia de funcionario sexenal.

En fin, que a la hora de presumir nosotros también tenemos estatuas: ecuestres (algunas), pedestres (las más), erguidas (las menos), y culimpinadas (las de hoy), todas de héroes epónimos, falsos y verdaderos, dignísimos exponentes de la cultura de la derrota que forma la historia de mi país; las tenemos alineadas a lo largo de uno que nombramos Paseo de la Reforma, por el paseo que a la reforma le han dado sotanas y capas pluviales que manejan la vida pública y púbica del país. Tenemos multitud de estatuas de unos héroes que fueron pasto de la derrota y que cayeron de cara al sol una vez que clamaron al cielo y burilaron en la historia su célebre frase: “Va mi espada en prenda”, “Me quiebro, pero no me doblo”,  “Mi pasión por México”. Hermosas frases y hermosas estatuas, o casi,  porque a la que no le falta un brazo fáltale un ojo, una zanca o como a las de hoy: “lo mero prencipal”.  No heridas son  de campaña, señora, que serían heridas heroicas; descuido, incuria, desdén. Es México.

Y ya que hablamos de estatuas: una madre tenemos allá por Sullivan, pero qué clase de madre: de cantera vil, descalza, vestida de bailarina folklórica o de mesera del Sanborn’s; una madre así de flaquita, de chiquirritica, símbolo enhiesto de un estacionamiento que ya cerraron por incosteable. Y luego nos enchilamos porque nos gritan que qué poca estatua tenemos. Así nos insultan quienes nos conocen a fondo.

Es cuanto, señora diosa  Cibeles. Edificante resulta que haya llegado usted a nosotros por la vía del afecto español, ahora que más afectuoso les va resultando nuestro petróleo, pero ese ya es otro cantar, cante jondo.

Me reconforta su estatua de diosa,  no que hasta ahora pura estatua de pícaros y  Tartufos, de simuladores y demás gentualla que por malas artes se encaramó en el pedestal sexenal o en los altares  del culto católico. Pregunte por ahí sobre la   masacrada estatuaria de un Alemán que a su hora  tanto daño causó a la nación, y de un garañón de tamaños, la del primer espurio de la historia reciente del país y esos adefesios que manipuladores erigieron a la (mala) memoria de cierto correligionario corrupto él, cuyo único mérito fue recibir un balazo en la nuca. Y la estatua de Fox, la de los beatos cristeros…

Y al igual que los leones que jalan su carretón, los de las estatuas uncieron a la suya a unos leones a los que domesticaron porque  despreciamos la historia, nos negamos a crecer y asumir, y seguimos delegando en ellos una y otra vez. Y a seguir uncidos y jalándoles la carreta…

Es cuanto, diosa Cibeles. Esta es su casa.  Que le sean leves DDF y palomas. ¿Sismos, temblores? Juegos de niños junto a la acción de los Lics. Jerásimos. Cuidado, mucho cuidado con esos chuchos que alzan la pata y… ¡de nueva izquierda, imagínese!

En fin. Es México. (Qué país.)

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