Que fui invitado, dije a ustedes ayer, a la ceremonia del bautizo de una de las calles de cierto poblado ribereño de esta ciudad capital. De noche me transportaron y depositaron en aquel cuarto de una posada. Me dormí, y en sueños deambulé por la tierra de mi querencia, y a la primera llamada de la misa primera, con la escoleta de burros y gallos contemplé en sueños cómo se encienden las crestas de la serranía para luego parir un sol tierno y juguetón que a lo travieso descobija los bultos que había embozado la noche. Yo, aquel desarrapado de primeras letras. Qué tiempos…
Después, del puente a la alameda, en sueños pulsaba el alma de unos viandantes que me saludaban a flor de sonrisa, más fragante que la flor de jacalazúchitl; ellos, mis paisanos, que aún rigen su existencia por el voleo de campanas y esquilones que convocan a jurar que al tercer día resucitó de entre los muertos. Devociones aromadas con efluvios decimonónicos. Soñemos, alma, soñemos…
Y a recorrer en sueños calles, jardines y plazoletas, y a visitar a un Nazareno que en su hornacina (barroco tardío, churriguera temprano) se moría de tedio. Y al parián, a la artesanía regional. Calles, plazoletas y callejones rechinando de limpio. Mis ensueños, de los que a lo brusco me sacó el cohetón y me espabilaron los retumbos de la tambora: “Para que salga el lucero, cabrona,” (Así dice.)
Medio día. Allá vamos, en convite, entre el fragor de la pólvora, las porras y los jaleos de unos nativos eufóricos que remolcándome dejaban atrás plaza, tianguis, feriantes y juegos mecánicos para enfilarnos hacia aquel callejón en la orilla del caserío enfiestado de pulque, tequila, cacardiosidad (yo no). ¡Y de repente, válgame! A lo instintivo traté de cubrirme la nariz; y es que el callejón resultó ser la mala conciencia del caserío que al rayo del sol ventoseaba tufaradas de pudrición y carroña de perros muertos. En aquel muladar la pestilencia se amazacotaba con heces enfermas de enfermas entrañas que iban ahí a descargar su conciencia. Orillera de la tierra grifa de basura, la acequia de aguas negras, renegridas. Reprimí el impulso de vomitar. Socarrones, los de la comitiva me observaban de ganchete y sonreían. ¿Por qué? Vine a saberlo después.
¿Pero por qué la vecindad de la pudrición con la parroquia, las guilas, el parián y el palacio municipal? “De ahí sale la peor pestilencia”, me explicó uno de la comitiva, y que la hediondez se refina con el calor que reverbera en los charcos de aguas negras del corralón del rastro. “Los matanceros tiran aquí vísceras, huesos, carcajes”. Y que esa pudrición se reviene de hediondeces refinadas con la basura, los humanos desechos, el agua corrompida y la cargazón de hortalizas y fruta podrida que llega desde el mercado, hociqueadas de perros ñengos y chanchos gordos, unos cuinos y otros talachones, que en santa paz se disputan las heces con cuervos, auras y zopilotes. Nauseabundo, sí, pero ahora, ya en mi casa, considero que el asco tuvo un final feliz. Y si no, juzguen ustedes:
El callejón. Los tambores callaron, la pólvora enmudeció, nativos e invitados nos arremolinamos frente a la placa. Redoblante y tarola un redoble, y fue entonces: la concurrencia conteniendo la respiración, corrí la cortinilla, y mis valedores: ahí, bronce que relumbra a los últimos rayos del sol, entre el fragor de las maldiciones, todas de madre arriba, silbadas o a gritos, el muladar de las heces tuvo su nombre:
Calle Felipe de Jesús Calderón Hinojosa.
(¡Puagh!)