¿Un Tartufo más?

Años de mi vida pasé en el seminario, dije a ustedes el viernes pasado. Para recorrer el camino del sacerdocio tenía que resignarme a abjurar de los tres enemigos tradicionales del alma: demonio, mundo y carne.

¿Renunciar al mundo? ¿Pues qué,  nos habíamos emparentado? ¿Al demonio? ¿Cuándo habíamos tenido algo que ver yo y el tal? ¿Renunciar a la carne, y no para hacerme vegetariano sino casto per secula seculorom? ¿Renunciar a la niña que cargaba en mis sueños dormidos y en mis sueños despiertos, la que en mi mente seguía ofreciendo flores en un mes de mayo?

Y acá estoy. Dios y yo nos perdonamos mutuamente. Sólo ando en el mundo con el demonio adentro y la carne en sancocho. Ruda decisión la de traicionar el “llamado de Dios” y exponerme al castigo divino, pero suertudo que soy: en el seminario estudié dos disciplinas vitales: moral y gramática. En ésta aprendí a distinguir entre lo perfecto y lo que tan sólo es pluscuamperfecto, y en moral lo que a juicio de la conciencia es bueno o es malo,  sin más. Sin medias tintas, sin matices, sin justificaciones, y ya. Si bribón, no lo soy por ignorancia, y  a salvo mi libre albedrío. Con el diario vivir, el decidir a diario. Decidir mi vida en pareja, decidir que conmigo nunca iban a poder el licor, el tabaco, las grasas, los sebos, las aguas negras, la cooptación del Poder. Pues sí, pero ahora, de pronto…

Pienso y me cimbran los espeluznos: pasé por el seminario, vestí la sotana y como cura iba a intentar domeñar los naturales instintos de Madre Natura. Ya antes del seminario conocí el claustro donde me preparaban para monje capuchino, la flor y el espejo de los franciscanos más cercanos al Seráfico de Asis. Yo ahí, fanático de mis principios y convicciones, me cilicié y sometí a privaciones y disciplinas en verdad espartanas, hasta que mi sistema nervioso tronó y fui rescatado por un obispo que me internó en el seminario: juegos, estudio, canto, recreo; vida, pues. Pero bondadoso, comprensivo que fue Dios conmigo (o el hado, la moira, el azar), porque entre más lo pienso…

El horror: de haber llegado a los votos, ¿qué sería yo a estas horas, infeliz de mí? ¿Un cura que predicase el desprendimiento de los bienes terrenales mientras viviera la vida opulenta de Onésimo Cepeda? ¿Uno que proclamase al César lo suyo y a Dios etc., mientras anduviera de entrometido hasta la tonsura en la politiquería, como el pri-panista Norberto Rivera? O de plano y al derecho: amador irredento de la mujer y  oficiante de esa expresión máxima de la humana libertad que es la cultura del erotismo, ¿habría yo logrado domar a Madre Natura o me habría derrumbado a impulsos de una sexualidad sesgada, torcida, morbosa, en fin? ¿Habría yo tornado adúltera a “mi más efusiva penitente”, que dijo poeta? Semejantes transgresiones a la castidad, ¿me producían espeluznos en la conciencia, y viviría condenado en vida? Dios.

En el proceso de la salvación del ánima el buen cristiano suele iniciar, como Agustín el de Hipona, una vida de disipación y pecado, pero a tiempo de enderezar el rumbo. María Egipciaca comenzó trepando a todos los lechos de todos los libertinos y acabó trepándose a los altares. Pero yo, lástima, comencé por la sotana y la oración del Oficio Divino y puedo sufrir el riguroso destino que marca el dicharajo: “El que de santo resbala hasta el infierno no pára.”

¿Paidófilo yo? ¿Otro Marcial Maciel al que apapachara Juan Pablo II, que de beato tiene lo que yo de cura?  ¿Ese sería mi destino si me hubiese ordenado sacerdote? (Dios)

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