La balada del suicida

La campaña sobre banquetas en mal estado que ha emprendido Reforma, mis valedores. Los participantes envían unas fotos que exhiben basura y hoyancos, ladrillos mal ajustados y lozas fuera de lugar, lo mismo en aceras del  Paseo de la Reforma que de colonias proletarias. Yo, por mi parte, envío el retrato hablado de unas banquetas de cuyo estado de deterioro he sido testigo y víctima. Porque en las madrugadas tengo que pisar esas trampas mortales.

Ayer mi lucha fue a tres caídas sin límite de tiempo por la banqueta lateral del periférico, no lejos del bosque de Tlalpan y de ese adefesio de templo católico al que  yo, por su arquitectura de esperpento, he bautizado, y perdóneseme la herejía,  como “Nuestra Señora de la Campamocha”, que tal bicharajo semeja el galerón con cuernos donde se oficia para los ricachones de la colonia.

Y ocurrió que al caminar entre vidrios de botella y latas vacías caí una vez más, y al levantarme sentí humedad en mi pierna, y del basural tomé un trozo de papel para limpiarme el lodo, la sangre o la suciedad, y fue entonces: ahí, con letras de molde: «No se culpe a nadie de mi muerte».  Yo, aquel estremecimiento. Me acerqué al farolillo, y el recado póstumo:

“Si no fallezco llegaré tarde el trabajo, forma más rigurosa de fallecer. Por aquí no hay transporte colectivo ni un taxi que no pudiera pagar para llegar a tiempo a mi trabajo, un par de colonias más adelante. Pero esta ciudad es la de su majestad el automóvil. El arroyo vehicular es transitable si su majestad sobrevive a los baches. Para el peatón, por contras, ¿quién le mantiene las aceras en buen estado? Yo ya no puedo con el peligro de esta banqueta donde cuadras atrás tropecé con un montón de troncos de árbol con todo y ramaje, y árboles aquí no existen. ¿Quién, quiénes, desde dónde habrán acarreado semejante osario vegetal?»

(Las banquetas, tiradas en el basural y flanqueadas de cuartuchos de lámina que al rato van a apestar a fritangas el viento de la mañana.)

“De hoy en adelante me echaré a correr por el periférico rumbo a donde me espera el reloj checador, a esta hora en que los coches van a más de 120 por hora. Si me salvo llegaré sano al trabajo, pero cualquier día me atropella un vehículo y se sigue de largo amparado por la penumbra del alba, y para mi todo habrá terminado. De mi muerte cúlpese sólo al jefe político de esta delegación, tan irresponsable como el de cualquiera otra de las 16 que conforman una ciudad que, según el estado en que mantienen sus banquetas, está prohibida para el peatón. Por cuanto al jefe de gobierno…”

Aquí el texto se corta de manera abrupta. ¿Del desventurado y su fin..?

Suspiré y seguí sobándome una rodilla que, cual doncella que viaja en minibús,  me habían desflorado los  filos y aristas de una loza de concreto.  La sangraza enrojecía mi rodilla, y aquel mal olor. Ya intentaba explicarlo por mi forma de ser, cuando el suspiro de alivio. La hedentina procedía del desecho con el que al caer me aplasté una costilla. La  izquierda. Auténtica izquierda, no de esa embustera “nueva izquierda”  de toda la jauría de chuchos a los que ahora prevengo:  no se les ocurra una madrugada de estas caminar por alguna de las banquetas de Tlalpan o la Magdalena Contreras; pueden resbalar y desflorarse una de sus pocas izquierdas, costilla o rodilla,  y sé  que si sangran  su sangre sí va a apestar a lo que creí que apestaba la mía.

El desdichado que se arriesgó a caminar por el periférico a las 6 de la mañana, ¿qué sería de él? (¿Qué?)

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