Ariel

Tal es en La tempestad, de Shakespeare, el genio del aire, que representa a esa fauna de intelectuales orgánicos que viven, y viven muy bien, enquistados al Poder al que sirven y del que reciben toda clase de prebendas.  ¿Conocen ustedes, mis valedores,  La ley de Herodes? No esa que están pensando, ni la película, sino el relato de Jorge Ibarguengoitia donde el protagonista narra sus inicios marxistas y su relación con las prebendas que otorga el Poder. La síntesis del relato:

Sarita me ilustró.  Antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del proletariado. Me hizo leer a Marx. ¿Y todo para qué?”

Muy marxistas él y Sarita, pero como buenos pragmáticos solicitaron una beca para estudiar en EU. Y a someterse a los exámenes, que pasaron sin dificultad hasta llegar al de carácter médico. Al día siguiente tendrían que llevar sus muestras “del uno y del dos”.

“¡Qué humillación! ¡Esa noche busqué dos frasquitos para guardar aquello! ¡Y la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, qué violencia! Cuando estuvo guardada la primer muestra volví a la cama, y muy de mañana me levanté para recoger la segunda. Guardé los frascos en bolsas de papel para evitar que se adivinara su contenido”.

En el lugar de la cita tuvo que esperar a Sarita, que había tenido  dificultades en obtener una de las muestras. Ambos llegaron, rostro desencajado, con su envoltorio contra el pecho. Se  miraron sin hablar; su dignidad humana era pisoteada, y algo peor: delante de la pareja la recepcionista tomó los envoltorios, los sacó del plástico y exhibiendo su contenido les pegó una etiqueta.

Un nuevo paso en la humillación de los novios marxistas: que  un doctor de la Fundación que otorgaría la beca hace pasar al consultorio al joven intelectual, y venga el humillante interrogatorio sobre dolencias y contagios: neumonía, paratifoidea, gonorrea; y al cubículo: “Desvístase”.

“Yo obedecí, aunque mi corazón me avisaba que algo terrible iba a ocurrir”. El doctor procedió a revisarle el cráneo, y a meterle un foco por las orejas y ante los ojos un reflector, y a escucharle  el corazón. “Luego  tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como un pergamino, y las examinaba». (¿Nobles las partes de un intelectual orgánico?)

Siguió, implacable, la revisión del marxista. “Tomando algodón, el doctor empezó a envolverse dos dedos. ¡Hínquese sobre la mesa!” A gatas.

Tomó un objeto de hule, introdujo en él los dos dedos envueltos en algodón: “Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o perder aquello. Trepé a la mesa, me hinqué, apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor comprobó que yo no tenía úlceras en el recto”. “Vístase”.

Salió tambaleándose. Encontró, pálida, a Sarita. Miráronse de reojo. Y el remate fatal: entre amigos de la pareja trascendió el secreto de que el marxista se había culimpinado ante el imperialismo yanqui, y se burlaban: “Como el de Los Pinos a la Casa Blanca”.

Al terminar la lectura me quedé pensando. ¿Y qué, nomás el marxista se culimpina?  ¿Y esos suspirantes, aspirantes a ser “gringos de segunda” que adoptan formas, modos y vocablos clonados del inglés?  Esos, a lo de siempre: a aprontarlo y ponerse flojitos para que no se los lastimen demasiado. (¡Up!)

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