A su memoria

A tres años de su deceso,  mi Don Gabriel, presente.

Dije un día de estos, y hoy lo repito, que alguno, en la plática:

– Yo tuve la suerte de conocer a Pedro Infante en persona.

Otro más, débil de espíritu: «Yo conservo una camiseta de Pelé, autografiada”.

Y el viejo nostálgico: “A mí me tocó la suerte de saludar de mano a mi general Cárdenas. Nunca hubiera querido lavarme esta mano, miren”.

Y semejante orgullo y tan grande satisfacción. Pero alguno, de súbito, saca una foto, la observa, se torna nostálgico, y aquel suspirillo:

– El señorón que me está consolando en las ruinas de lo que fue mi vivienda de Tlatelolco es Plácido Domingo. Yo apenas podía soportar la ausencia de la mujer, del chamaco, de la criatura de meses, pero en eso que aparece este hombre, y gracias a él… qué tiempos.

Muy cierto, mis valedores. Para tantos de ustedes,  proclives al culto a la personalidad,  el haber conocido al ídolo popular constituye una experiencia fuera de lo común. Yo, que aborrezco toda bobalicona  admiración, tuve la suerte de conocer a un varón que lo fue (lo es) por sus obras, a uno de los talentos mayores que ha producido el México de nuestro tiempo, varón de virtudes y hombre de bien. Conocí a ese personaje  de excepción, y ahora que les diga su nombre espero que estén de acuerdo conmigo.

A mi amigo lo admiré (lo admiro); lo conocí en persona y conozco sus obras; lo traté y me honré (me honro) con su amistad. Mi don Gabriel Vargas, por supuesto,  personaje que más allá de falsos prestigios que se arrogan el título, constituyó (constituye) el verdadero cronista de nuestra noble y leal, el visionario y amoroso observador de los marginados de siempre, y que con ellos llegó a crear el mural más extenso y verídico de tipos populares, mexicanos hasta la esencia del tuétano, y por eso mismo universales. Yo fui (soy)  amigo de mi don Gabriel Vargas, como de su doña Guadalupe de todo mi corazón. Vale.

Agraviado, un habitante de la vecindad, a doña Borola: “Qué forma tan méndiga de quitarle a uno el dinero, guereja patas de hilo».

Este mi don Gabriel fue (es) creador y re-creador de los tipos populares que hicieron, que hacen  época en nuestra cultura popular, y que ahí quedan. Don Jilemón Metralla, de los primeros, y más tarde don Regino Burrón, y con él doña Borola y Macuca, el Guerejo, el Tractor, doña Cristeta la millonaria y el Susano Cantarranas habitante del muladar, y Avelino Pilongano, el poeta balín, y su madre (la de él), doña Gamucita. Ya en los terrenos del agro, Juanón y el Guen Caperuzo, en fin. Tantos como ese Ruperto Tacuche, raterillo  reformado al que una nata de policías sinvergüenzas, rudo pleonasmo, por aquello de la extorsión,  lo induce a tornar al delito. ¿Se acuerdan ustedes? ¿Conservan su colección de historietas?

Aquí me arrimo a la advocación de los entrañables valedores del barrio bajo, personajes –corazón bandolero- de la vida airada y del áspero oficio del diario vivir una vida espinosa que integran La Familia Burrón, entes humanos (humanísimos), cachos de pueblo delineados de forma soberbia,  retratos fieles pero recreados a nivel de metáfora de ese buscavidas que habitó, que habita en la vecindad ribereña de la Plaza del Estudiante, corazón del barrio bajo que me dio cobijo cuando todo encandilado  llegué hasta esta noble y vial. Mi don Gabriel Vargas…

La literatura mexicana, desde Fernández de Lizardi hasta hoy, nunca ha cultivado cabalmente el perfil del pícaro. Siendo nuestra literatura rama del tronco español… (Mañana.)

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