El orgullo del mediocre

Porque no lo queremos aprender. Ante la estridente enajenación colectiva que una noche dominguera padeció el Angel (¿ángel?) de la Independencia (¿Independencia?), aquí reitero tesis diversas de analistas del futbol.

Esa fascinación que ejerce sobre las masas populares cumple una función de compensación simbólica. Los capitalismos lo utilizan como medio de adiestramiento gregario y control psicológico de las masas a través de sus reflejos condicionados.

“No tenía idea de la explosión de locura que se produce si se encierra en la misma probeta una crisis económica, un desencanto por las instituciones del país, una bolsa de café y una virgen de madera dorada, y esa mezcla se deja desintegrar bajo el sol mojado de los tristes trópicos. Jamás un país me había dado la impresión de estar enajenado en bloque, pasmado entre un pasado ausente y un porvenir ilegible. Si en ese cuerpo enorme y febril se inocula pasión futbolística, la razón se tambalea. En ese organismo en estado de baja resistencia el cáncer del futbol ataca uno tras otro todos los órganos, a lo feroz”.

Como espectáculo para las masas el futbol sólo aparece cuando una población ha sido ejercitada, regimentada y deprimida a tal punto que necesita, al menos, una participación por delegación en las proezas donde se requiere fuerza, habilidad y destreza, a fin de que no decaiga por completo su desfalleciente sentido de la vida.

«Ganamos, anotamos un gol», y no se han movido del graderío. Es el orgullo apasionado del mediocre. El deporte por delegación es un fenómeno  de la sociedad industrial de masas, el santo y seña de la sociedad de clases. Las del dinero practican el deporte: golf, tenis, hockey, equitación, polo, esgrima; sólo las clases bajas están reducidas al espectáculo pasivo del futbol. La inmensa mayoría rara vez toca un balón. El aficionado es espectador pasivo que participa por delegación de los triunfos de su equipo favorito, a cuyos partidos asiste a distancia, desde una tribuna, enajenándose en el jugador profesional, al que eleva a la categoría de ídolo.

El futbol es un medio de despolitización de  masas, un señuelo para alejarlas de la cultura política. El menosprecio por el fanático se evidencia hasta en las condiciones inhumanas que se le hacen sufrir en los estadios, que son lo más parecido a un campo de concentración, donde ni siquiera falta el alambrado de púas.

La comunicación que se provoca en el futbol es del tipo de las multitudes que se forman en ocasión de un linchamiento. Por ello suele terminar en  violencia.

De súbito, desde las galerías rompen a rodar las pasiones crispadas y los insultos, los frustrados deseos semanales. La turba de aficionados sugiere de pronto la imagen de un viejo decrépito que se exaspera en sus vanos esfuerzos por poseer a una adolescente.

La verdadera pasión es fría. El entusiasmo, en cambio, es por excelencia el arma de los impotentes.

Los merolicronistas de medios impresos y electrónicos “tienden a acentuar el carácter estético del futbol. Hablan de estilos y técnicas, pero que no nos engañen: intentan crear una seudo-cultura basada en valores irrisorios para uso de las masas a las que no se les permite tener acceso a la cultura. Hacen un serio estudio de algo de lo que nada hay que comentar aparte de algunas elementales reglas de juego».

Pero el futbol es rey, dios, dictador, negocio, enfermedad,  enajenación, política,  manipulación. Todo, menos un deporte.

¡Y el América es campeón! Ah, masas. Ah, pobres de espíritu. (Agh.)

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