¡Mírenlos todos, que allà traen a los malhechores. A rastras y encadenados los conducen al patíbulo entre la grita, la befa, el insulto y los amagos de linchamiento que mal contiene la fuerza pública. Reos de muerte son todos esos, y ante una muchedumbre frenètica son exhibidos en la plataforma que se alza en la plaza pública. Entre el clamoreo de la multitud seràn atados a los postes del patìbulo con haces de leña a sus pies. Leña verde. Véanlos todos. ¿Los reconocen? Sí, que de otra manera no los señalarían con el índice, con el puño, con esos vocablos rasposos que exigen la muerte de los facinerosos.
Obsérvenlos. El espanto chispándoles de sus cuencas los ojos, son los rapaces arrancados a la impunidad y juzgados en tribuna popular por el primer gobierno que todos nos hemos dado, muy lejos de los hampones malparidos por una claque politiquera corrompida hasta la enjundia del ánima. Los criminales han sido juzgados (delito de lesa humanidad) y sentenciados, sentencia popular. ¡A quemarlos vivos! Helos ahí, a la espera de la sentencia. Media mañana estallante de sol.
La muchedumbre contempla el abyecto muestrario de criminales. Apergollado al poste central, el que a falsas promesas se encaramó al poder con el auxilio de gringos y togas, sotanas y el gran capital, ahora a punto de parar la factura. ¡A quemarlo vivo! ¡Sus cenizas al albañal! ¡Que con èl se achicharren sus còmplices!
Con leña verde, clama la multitud. A arrasar con los tales, a borrar sus rastros, a derramar sal sobre su memoria y luego a recomponer la heredad. ¡A la quema! ¡Leña verde!
Ahí, apergollado en el poste central. Cómo iba a faltar ese mismo que proclamó el estado de Derecho mientras a lo descarado solapaba a los corruptos y a lo descarado y a la vista de todos protegía las espaldas de los cínicos que hoy van a morir. ¿Asì que èse, haiga sido como haiga sido, laceró y sigue lastimando a todo el país? ¡A quemarlo, y con ése arrasar con los de los grandes dineros que nos enjaretaron al impostor. ¡A quemar a la hez de la politiquería del paìs!
Porque para las víctimas ha sonado la hora de la justicia. Por eso es que las masas sociales, agraviadas por esos durante dècadas de penosa sobrevivencia, con sus manos han tendido un cordón de pólvora desde los montones de leña hasta acá, hasta la plataforma donde el juez (un juez, no esos emasculados de la Suprema Corta que hoy seràn achicharrados); donde hachòn en mano el juez aguarda las campanadas de las doce en punto del medio día. La muchedumbre, un soterrado rumor. Y de súbito…
¡La escuchan ustedes? Ahí resonó la primera campanada, y sobre la plaza cae, solemne, la segunda, y la undécima, y ya va a sonar la hora de la verdad. Al reventar el último bronce el juez juntó hachón y mecha de pólvora, y la flama corrió por el cordón tirado a ras de tierra, de baldosa, en dirección de los postes donde se agitan y contorsionan los condenados a las vivas llamas. La muchedumbre, el corazón en el gañote y la excitación en unas pupilas lumbrosas de sol. ¡Se hace justicia!
Pues sí, pero, ¿y eso? Silencio, estupor. ¿Qué ha sido, quién es la temeraria insensata? Y fue entonces: en el silencio se escucha la vocezuca de la anciana, cascada voz:
– Sin pólvora. Calderòn, magistrados y còmplices no la merecen. A fuego manso. Y no tan de prisa. ¡Volvamos a comenzar!
La idea para la escenilla, onanismo mental, me la dio una que tuvo de protagonistas a Hitler y cómplices, imaginaria como esta misma, làstima. (¿O no?)