Ustedes se quejan de la competencia china. Yo me quejo de ustedes, culpables de un acto fallido y un romance frustrado, porque al intento aquel de lograr los favores de una sota moza se lo llevó el tren (uno de juguete, regalo de navidad, orgullosamente hecho en México. «Y lo echo en mexico esta biéN echo»).
Al pie de un árbol cuajado de luces vi a mi sobrino desenvolviendo su tren y a la madrecita soltera, prima mía, sonriéndome. «Doy el alegrón al hijito, me lo agradece su mamacita, y una vez que nos atasquemos de muslos (del pavo), los muslos nuestros a la camita». Fantasías de solitario incestuoso, y sí:
A su hora el chamaco le desbarató el moño al regalo y sacó aquella preciosidad de juguete que parecía la pura verdad. El alegrón del sobrino, y a armarlo. Yo aquella emoción, la expectación aquella, la ansiedad por mirar la locomotora pita, pita y caminando, y llamar a la prima, mostrarle el juguete (el de corriente eléctrica) y enchufarla (la vía del tren). Pues sí, pero a la hora del enchufe…
¿Cómo enchufar un tren nacional, si este tramo de vía tenía por donde, con qué y toda la disposición de unirse al siguiente, pero el siguiente carecía de orificio por dónde? En el otro extremo se le erguía un gancho de este grosor, pero trozado por la mitad, que hagan de cuenta circuncisión fallida. Sólo dos, tres tramos se dejaron enchufar, y esto a la viva fuerza, que aquello resultó violación. Ah, los juguetes aborígenes…
– Tío, ¿si lo intentamos con los vagones?
Apareamiento imposible. Traté con uno, con dos, con todos. Tomé este y lo coloqué de ladito, pero de enchufarse, cómo, por dónde. Lo coloqué boca arriba y le abrí las ruedas. Nada. ¿Por atrás? Agujero oxidado por falta de uso. Primero se acható el gancho que abrirse el hoyo. Tenso, el sobrino: “Con paciencia y salivita, tío”.
Me pegué el enchufe a la boca. La saliva se me pintó de arcoiris y agarró un saborcillo a hojalata oxidada, pintura reblandecida y bilis desparramada. “¡Alicatas, martillo, échatelos para acá!”
– Así menos. Mejor fueras a reclamar a los jugueteros que se transaron al niño Dios.
– ¿Reclamar? ¿A quién, ante quién?
Con las alicatas empecé a jurgunear rieles y vagones de tren, pero nada. Comencé a resollar recio, a jadear, a pujar. El sobrino: “¡Ma, ven a verlo, ya está echando humo!”
– ¿Humo, m¨hijo? ¿Pues qué no es diesel?
– El del humo es mi tío. Por las orejas, míralo.
– ¡Bigotón, cierra esa boca!
Ahí, sobre la alfombra, el desastre. Se acuclilló la prima. Dentro de la minifalda su provocativa postura dejaba adivinar el, la, los, las, unos, unas… Yo, viéndola de ganchete, comencé a sacudirlo (el juguete), las manos acalambradas. Sentí que ojos y boca se me torcían, los tomates chispándose.
– ¡Rápido, que se electrocuta!
La prima corto la corriente y observó la catástrofe: “¡Virgen de Zapopan, qué desastre de ferrocarril! ¡Pero si no parece sino que por aquí acaba de pasar Zedillo el bracero.
Señores jugueteros de mi país: ahí terminó la aventura con la prima y el juguetito. Ya de vuelta a mi camastro y a mi soledad reflexioné en la frustrante experiencia con los juguetes producidos en México. Hoy, víctimas de la competencia china, ustedes chillan, rabian, reniegan y se la jalan, su greña, porque juran andar en el filo de la quiebra, la ruina, el cierre de sus empresas.
Trágico, sí, ¿pero qué hay de los tiempos aquellos en que una industria sobrona y sin competencia como la de ustedes nos vendía trenecitos chatarra? (Acuérdense.)