Dipsómanos

Los pueblos que olvidan su historia están condenados a vivir  una perpetua infancia.

Por ello mismo, mis valedores, no olvidar que fue un día como  hoy, de hace noventa años, cuando Francisco I. Madero y José Ma. Pino Suárez cayeron abatidos por las balas que mandó disparar un tal Cárdenas por órdenes de  un tal Huerta, magnicidio que decretó un tal  Wilson, embajador de Estados Unidos en nuestro país. Abyecto.

Porque ese es el destino de los pueblos débiles, regidos por gobiernos cómplices o entreguistas: que en los más renegridos episodios de la historia nacional y en sus más grandes desgracias aparezca el representante de Washington, desde Joel Poinsett, determinante factor en la pérdida del 55 por ciento de territorio nacional, hasta un tal “Tony” Garza, que cuando la intervención armada de Bush contra Iraq, así amenazaba:

El gobierno de México podría pagar un alto costo político en las relaciones bilaterales si en el debate sobre Iraq vota contra los deseos de la Casa Blanca.

Y así hasta el Wayne actual. Y es que la historia no es eso que enseñan los libros de historia. La historia es una gigantesca zopilotera y un gran hedor. Díganlo, si no, la relaciones de México con su vecino distante. México, que a lo largo de su historia ha tenido que soportar, a querer o no, a personajes tan siniestros como ese  Lane Wilson de marras, autor intelectual del magnicido de Madero y Pino Suárez. Aquí, como para probar nuestra capacidad de asombro, verguenza e indignación, la crónica del propio Lane Wilson, que tras su acción predatoria cayó en desgracia  de Washington y en el licor:

“Aquel día 18 de febrero de 1913 determiné que yo debía adoptar bajo mi propia responsabilidad una medida decisiva para restaurar el orden en México. La situación era esta: dos ejércitos hostiles se encontraban en posesión de la capital y toda autoridad civil había desaparecido.

En varias calles de la ciudad comenzaban a aparecer siniestras bandas de salteadores y ladrones, y a lo largo de las vías públicas desfilaban hombres, mujeres y niños al punto de inanición. Alrededor de 35 mil extranjeros, a los que el desarrollo del bombardeo puso al parecer bajo la protección de la embajada, se hallaban a merced de la chusma o expuestos al tiroteo indiscriminado que en cualquier momento podía iniciarse entre las fuerzas de los generales Huerta y Félix Díaz, involucrando así de nuevo las vidas y la propiedad de quienes no eran combatientes.

Sin habérselo consultado a nadie decidí pedir a los generales Huerta y Díaz apersonarse para deliberar en la embajada, territorio neutral que podría garantizar buena fe y protección. Mi objetivo era hacerlos llegar a un acuerdo para la suspensión de hostilidades y para que conjuntamente se sometiesen al Congreso Federal.

Cerca de la hora señalada, bajo la protección de la bandera norteamericana, el general Félix Díaz se presentó acompañado de funcionarios de la embajada y de dos o tres personas escogidas por él. Al entrar me agradeció muy encarecidamente que pretendiese yo lograr la paz mediante mis buenos oficios.

El escenario afuera y adentro de la embajada era impresionante al intercambiarse los saludos oficiales. Se había instalado la iluminación eléctrica adicional y ella permitía visualizar plenamente el tinglado.

Había unas veinte mil personas apretujándose en las calles contiguas a la embajada, y la embajada misma estaba atestada hasta el desbordamiento de norteamericanos, de diplomáticos y de oficiales de Díaz y Huerta».

(Esto sigue mañana.)

Un pensamiento en “Dipsómanos

  1. … Maestro lo único que puedo decirle es GRACIAS por su afán de sacarnos de la miseria intelectual , de la mediocridad (como Ud. lo dice) y del desconocimiento de cómo sea ha ido llegando a éste México (que aún es hermoso y no dudo que siempre lo será) de nuestros Días

    SALUDOS

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