¡Viva Cristo Rey!

Si no ahora cuándo, mis valedores. Los beatos del Verbo Encarnado, invasores de Los Pinos, con la mano del gato (del Legislativo) han dado el triunfo total y descarado a la sotana y el solideo, la capa pluvial y el pensamiento mágico, y que a los 60 mil difuntos que los dañeros cargan sobre sus lomos se agregue un cadáver más: el del Estado laico. Hoy día, laus Deo, son los Norberto Rivera y demás purpurados quienes dictan las condiciones y marcan el rumbo del país. Si no es en este sexenio, cuándo. Es México.

Pues sí, pero lástima: doña Tula y don Juan, católicos de hueso rojo hasta el tuétano, ya no alcanzaron a presenciar el triunfo tardío de los obispos Mora, Jiménez y Cía. sobre Calles el impío. Lástima, digo, porque esta victoria de los reverendos hubiese consolado a mis padres de la desilusión que sufrieron cuando su hijo les reveló que no nació para castidades sino para amador de mi única.

Lamentable, porque desde mi nacimiento fui condicionado para que la familia contase con un reverendo más, así fuese un cura miserito, cura de ollita. Mi madre, al amamantarme (dos años y medio, suertudo que soy), a la hora del arrullo me dormía no con el clásico de Blanca Nieves o Pulgarcito. Ella, católica hasta el cogollo del tuétano de una religión roqueña, donde no cabían fisuras ni dudas de especie ninguna,  arrullaba mi sueño con esta cantaleta de cuna:

“Grábatelo, mi hijo: el señor tu Dios, en santa misa, reveló a tu santo señor el obispo De la Mora el instante en que dos impíos caían de cabeza en los apretados infiernos. El primero de ellos, ya te haz de imaginar, fue el indio Juárez. El segundo hereje, cuándo no, fue el impío Calles, Atila de los santos sacerdotes que tuvieron que hacer la cristera por amor a la santa Iglesia. ¿Ya te dormiste, mi hijo?”

Tal era el cuento que arrulló mis sueños de mamón. Dejé la teta, qué lástima, y tuve que entrar a la escuela, tantito peor. Mi niñez fluyó como la de todo niño zacatecano: con una estampita del cura mártir Miguel Agustín Pro en las manos. Pero no una estampita cualquiera, sino una milagrosa. La cartulina mostraba en color negro, en negativo, los rasgos lechosos de un rostro disforme, como forjado con ectoplasma, del que en el centro se advertía un puntito oscuro como travesura de mosca. Las instrucciones para provocar a voluntad el prodigio del hoy beato Miguel Agustín (y los prodigios sólo se producen por verdadero milagro) decía, palabras más o menos:

Mirelo el devoto de manera fija y sin parpadear durante el tiempo que tarda en rezar un padre nuestro y una Ave María con la intención de que Miguel Agustín sea canonizado muy pronto. Luego mírese al cielo y oh prodigio: ahí aparecerá el rostro del siervo de Dios..

Y sí, oh prodigio. Luego de mirar el puntito, ¡el milagro! Gigantesco, imponente a todo lo amplio del firmamento zacatecano, contra la claridad purísima se revelaban, ya en positivo, los rasgos del padre Pro, mártir de la lucha cristera y víctima del “impío” Calles. Aquellos rasgos de barretero zacatecano me acompañaron al seminario (donde, gracias sean dadas a las sotanas, aprendí a distinguir lo que es bueno y lo que es malo a escala de mi conciencia, y también a  hablar y escribir en español, suertudo que siempre he sido. Y sigo.)

Mi niñez zacatecana transcurrió a la diestra del padre, o sea don Juan Mojarro, y de aquella runfla de tíos por parte de madre, cristeros de corazón. Cabalgando con ellos en ancas del penco… (Esto finaliza el próximo viernes.)

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