Pero habré de morir…

Entramos, y un llanto. Un llanto, y salimos. Sin más.
La vida y la muerte, mis valedores. Eros y Tánatos.  ¿Habrá dos elementos más contrapuestos entre sí? Pero, después de todo, ¿habría vida sin la propia muerte? ¿Podría haber muerte sin la propia  vida..?
Memento, homo. Este dos de noviembre me llega muy a propósito como  para mentar los dos factores que siento bullir ahora mismo de cuera adentro. Porque es mi vida la que minuto a segundo incuba mi muerte, o es mi muerte la que incuba esa vida a la que me impele a toda sangre, a todo pulmón y a espíritu completo, porque consciente estoy de lo que habrá de ocurrir cuando el pabilo de la vela despida el último resplandor y el chisporroteo postrero. Y después, como dijo Hamlet, morir, dormir, no más. Por eso mismo, mis valedores: que cuando se decida la muerte  nos sorprenda vivos. No  olvidar la tremenda reflexión del poeta:
“En esta orilla de la vida medito –  enloquecido – en lo que he sido -en lo que es ido…
La grieta entre la vida y la muerte es mínima, dice el filósofo; una eterna fracción de segundo; es, sin embargo, una grieta tan absoluta, que ninguna experiencia puede tender un puente sobre ella. Sólo podemos estar en un lado respecto a la muerte. De este, la muerte no es; del otro, es nuestra vida la que ya no es. Si somos, la muerte no es. Si la muerte es, nosotros no somos. Y ya.
La muerte, esa presencia viva entre nosotros. Nunca antes, en tiempos de paz, nos había zarandeado como hoy. Policías, delincuentes, civiles y criminales, soldados y ese “daño colateral: civiles inocentes, viejos, mujeres y niños que por fortuna, dijo a su hora el presidente Calderón, es apenas el diez por ciento de ese almácigo de cadáveres…
Por otra parte, la forma en que hemos vivido va a reflejarse en la forma en que hemos de morir. Tal como un día bien vivido lleva a un sueño feliz, así una vida bien utilizada lleva a una muerte plácida. Si hemos vivido una vida de conflicto y emocionalmente perturbada o una existencia egoísta y vacía, nuestra vida será agitada y difícil. ¿Que no sabemos morir? Por ello no preocuparnos, que a su hora la naturaleza tomará por su cuenta todo el asunto. Nosotros, sueltos, flojitos, anuentes. Oponernos de nada nos va a servir, conque…
¿Recuerda alguno de ustedes la forma en que los existencialistas se expresaron de la muerte? Que el destino nos convierte en condenados a muerte, esa maldición, y que todos los crímenes que pudiesen cometer todos los hombres de todos los tiempos nada significan si se comparan al crimen fundamental de la muerte. Que para el ateo la muerte  es un crimen sin criminal, y para el creyente un crimen perpetrado por Dios. Porque, según la Biblia, representa el castigo divino por la desobediencia del hombre. Si Eva y Adán, con sus descendientes, iban a ser inmortales, la muerte fue el castigo del pecado original, y deja de ser un accidente para convertirse en una fatalidad y una violación del orden natural. De esta manera (el filósofo) el mundo es una monstruosa, gigantesca prisión, de la cual la única salida que encuentran los condenados es la muerte. Que “cada día unos son degollados frente a mis ojos; vemos cómo seremos, a nuestra vez, degollados. Esa es la condición humana”.
Pues sí, pero  “es una dicha para el hombre su condición de mortal, pues gracias a tal condición su existencia puede hacerse dramáticamente intensa”. Tomar nota quienes, en vez de vivir su vida, persisten en el horror de vegetar en la mediocridad. (Sigo después.)

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