¡E-xi-gi-mos!

Por hoy suspendo, mis valedores, la trascripción de la tesis que me hizo llegar el maestro sobre cómo se deben enfrentar, de acuerdo a la historia y la teoría política, las desmesuras e injusticias del Sistema de poder, en este caso contra el Sindicato Mexicano de Electricistas. Hoy habré de contarles un cuentecillo que ojalá leyeran también alguno de los dirigentes electricistas, de los maestros, de los tantísimos agraviados del Poder, pero sé que esa es una pretensión desmesurada. Si lo leyeran, lo meditaran, descifraran sus significados y actuaran en consecuencia, cuánto podrían defenderse del topetazo que les propinó el de Los Pinos. Pero en fin, el relato:

Era una recién casada, Alicia de nombre, a la que Jordán, su marido, llevó a vivir en un caserón campestre. Y ocurrió que un día se siente indispuesta de un ligero ataque de influenza que dio con ella en la cama, donde permaneció el tanto de algunos días. «Serán dos, tres, no más», aseguró la enferma a Jordán. Joven, robusta, con una salud perfecta, la dolencia tendría que desaparecer en tres días. Pero aquí lo extraño…

Porque así transcurrieron no dos ni tres días, sino varios más. Cada mañana, al amanecer: «Me siento mejor. Mañana dejo la cama y nos vamos a caminar», y sonreía, y sonreía Jordán, pero con aquella angustiosa impresión de que cada día se acentuaban las ojeras, y empalidecía la piel, y el rostro se le tornaba anguloso. La enferma, su frase ritual: «Mañana me levanto y juntos nos vamos a caminar hasta la montaña». Y sonreía.

Pues sí, pero no. Al quinto, al sexto día, cada vez más decaída Jordán la miraba adelgazar, traslúcida la piel y con señales de una extrema debilidad. Aquella mañana amaneció desvanecida. El doctor, examinándola una y otra vez: «Esa debilidad no me la explico. No hay síntomas de enfermedad». Y qué hacer.

En la habitación, silencio y luces encendidas día y noche. En silencio, Jordán la observaba amodorrada en su duermevela (¿Ya irán columbrando la moraleja compañeros sindicalistas?)

– Quizá me levante mañana Toma mi mano. Mírame, ¿tú cómo me ves…?

Jordán le oprimía la diestra, le observaba una piel que en apenas una semana se había erosionado. Debilitada cada vez más, la enferma era apenas removida para el aseo personal, para el cambio de sábanas. No del almohadón de pluma, por ser el más cómodo. Al sexto, séptimo día la enferma tuvo un desvanecimiento. El doctor: «Una anemia aguda, sí, ¿pero la causa? Su organismo no acusa alguna enfermedad».

Pero Alicia iba a la muerte. Silencioso, el caserón simulaba un catafalco anticipado. El cuentista: «Alicia murió. La sirvienta, cuando entró para deshacer la cama, miró extrañada el almohadón: «Señor, aquí hay manchas que parecen de sangre».

En efecto: sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se observaban manchitas de sangre. «Parecen picaduras», y la sirvienta intentó levantar el almohadón, pero ense­guida lo dejó caer, lívida temblorosa. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. Levantó el almohadón, que pesaba demasiado.

Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó la funda y envoltura. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la trompa, misma que había aplicado sigilosamente a las sienes de Alicia cuando ella dormía. En unos días, en unas cuantas noches, el monstruo había vaciado de sangre a la difunta».

Hasta aquí el relato. ¿La moraleja? Obvia, a mi ver: todos los agraviados del Sistema, desde dirigentes de maestros y sindicalistas hasta ONGs, 400 pueblos y panchovillas y seguidores, duermen todo el tiempo (a oscuras ante la historia, la cultura política y la realidad objetiva) con la cabeza sobre un monstruo que les chupa la fuerza vital y los lleva fatalmente, una y otra vez, a la derrota frente al Poder. Ese monstruo, mis valedores, es nada menos que el dogma, ese estigma que, troquelado en su cerebro, les hace creer que el triunfo está en la mega-marchita, el plantón, la toma de calles y el ¡e-xi-gi-mos! El maestro, por mi conducto, les señala ese monstruo que, anidado en su mente, los lleva una y otra vez al fracaso ante quien ni los ve ni los oye. Pero Casandra en versión masculina, el maestro carga la maldición de la vidente mítica que puede mirar el futuro, pero que nadie cree nadie atiende sus vaticinios, y qué hacer. (Lástima)

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