El tejedor de promesas

Del parque público hablé con ustedes ayer, de uno que visité ayer tarde, ya al pardear. Y qué aspecto melancólico el del sitio abandonado de la municipalidad que de forma heroica mantiene en pie sus arbustos y tiñe de un color que intenta el verde sus setos y logra el milagro de que en sus arbolillos encanijados trinen los pájaros.

Y amarás los parques solitarios en que se pasean las desgracias – con la cabeza baja, y los sueños se sientan a descansar.

Un ánimo apachurrado me llevó a hablar de esos que observé deambulando en el parque. Su imagen daba la impresión del limbo melancólico de los entenados de la fortuna que a diario reciben el aletazo de la desdicha. «Porque antes que mi pan viene mi suspiro».  Y a errar sin rumbo y sin asidero por el parquecillo de arrabal. Véanlos ahí, malaventurados cuyas voces silenciosas hacen segunda a Job:

¿Por qué se da vida a los de ánimo en amargura? Porque antes que mi pan viene mi suspiro, y mis gemidos corren como aguas…

El parque público de barriada. Me puse a observar a los seres aquellos, y el ánimo se me oscurecía: casi todos jubilados de la vida que acudían a tristear, a matar un tiempo que los mata a ellos. Pero, ¿ y eso?

Eso. No todo iba a ser el limbo de lo decrépito, de lo jorobado que arrastra los pies. Ahí,  detrás del seto que se alza en el rincón, ella y él, ánimo encabritado y sangre en hervor.

Y algún novio la busca bajo la falda, – mientras la sirena de la ambulancia da la hora – de entrar a la fábrica de la muerte.

Y hablando de faldas válgame, que fue entonces. Ahí, jaloneos enérgicos, esa pareja machihembrada en la penumbra de su petate de pasto. Lo que  vi, lo que oí,  me curó el ánimo ceniciento. Ahí, asordinadas, atropelladas,  esas voces que quise reconocer. Sigiloso, me atejoné detrás del seto, y entonces…

¡Pero si es nada menos que La Macarena, trabajadora doméstica de la señora viuda de Vélez, La Maconda! ¡Y el galán es El Síquiri, que me la tiene en tres y dos e intenta tenerla en cuatro! Ya consiguió tenderla en la lona –en el pasto- y la tiene inmovilizada, que sólo faltan las tres palmadas del réferi. Dos manos atacan, dos manos defienden, dos manos meten, dos manos sacan, y atropellado el resuello, y la lengua rápida, salivosa:

– Andale, reinita, decídete, que conmigo lo tienes asegurado.

Peligro. Ante la erguida trompeta del Josué jarocho las murallas del Jericó doméstico  parecen a punto de venirse al suelo. Al zacate. Y qué muros pudiesen resistir la lengua verbosa del atacante: que vamos juntos al cambio, y que yo le prometo un mejor empleo, y que yo la quito de padecer. Anda, decídete, no te resistas, y que blá blá.

Y las manos. Esas manos. Y a echársele encima. «Conmigo, reinita, usté va a ordenar, y su siervo a obedecerla. Andale, cariñito, para darte tres regalos: son el cielo, la luna y el mar.

Las murallas crujen. Pujan. Se sofocan. (¡No, Macarena, resista!) «Vamos juntos al cambio. Yo te garantizo seguridad. Yo te ofrezco amor, mucho amor, más que López Obrador».

Pero no, que de súbito la muralla se da el levantón, bájase la falda, cúbrese el pecho y se alisa la greña. Resollando a trancos: «¡Y tú que dijiste, ésta mensa  ya cayó! Es mexicana, total; me la ataranto a promesas y acaba dándomelo. ¡Padrotearme nomás,  eso es lo que buscas, baquetón!»

Y que sácate a la quién sabe qué. (Me sorprendí aplaudiendo.) Y  mis valedores: al labioso no se le hizo, como sí se le va a hacer a cualquier lengua suelta el 1o. de junio. ¿O no? (Lástima.)

Vivir…

Un día tu alma caerá de tu cuerpo, y serás empujado tras el velo que flota entre el universo y lo cognoscible. No sabes de dónde vienes. No sabes a dónde vas. Mientras tanto… ¡sé dichoso!

El Rubaiyat, por supuesto, de Omar Khayyam, poeta “de la brevedad de la vida, el absurdo del mundo y la fugacidad del placer, consuelo único del hombre”. La del persa es poesía concebida en la entraña de una civilización de refinamiento y decadencia, la de la Persia de mediados del XII, nueva y deslumbrante, de acentos desesperados.

El Rubaiyat  constituye una sucesión de conceptos filosóficos bellamente armados en el molde del poema, y alude a esos elementos que desde siempre son y serán preocupación de lo humano: el tiempo en cuanto demoledor de la vida y los goces de los sentidos que, aunque efímeros, son el único medio de lograr el espejismo de vencer al tiempo, a la muerte, a la eternidad”. Agridulce, directa y desnuda de galas se nos entrega, que para el fatalista poeta del desencanto y la sensualidad machihembrados no existe más placer que el de los sentidos, ni más vida que la del instante; que la naturaleza sigue su curso muy por encima de nuestros dramas personales, tan pequeñajos, y de la angustia vital ante el tiempo que pasa. Que es vano empeño la rebeldía ante el dolor y la muerte y no nos resta más recurso que exprimir el zumo de la vida y la sangre de la uva, y existir dentro de la almendra del instante, y no más; que a manera de las mejores voces del Siglo de Oro  español, la existencia del hombre  no es más que sueño, polvo, sombra, olvido. Nada, pues.

“Cuando hayamos muerto no habrá ya rosas ni cipreses, ni labios rojos ni vino perfumado; no habrá penas ni alegrías, ni auroras ni crepúsculos. El universo se aniquilará, puesto que su realidad depende tan sólo de tu pensamiento. Mira y escucha. Una rosa tiembla por la brisa y el ruiseñor le canta un himno apasionado; una nube se detiene. Olvidemos que la brisa deshojará la nube que nos brinda su sombra…”

Soñemos, alma, soñemos, dice Segismundo,  y Torres Bodet: ¿Para qué contar las horas? – No volverá lo que se fue, – y si lo que ha de ser ignoras, – ¡Para qué contar las horas! – ¡Para qué..!

Atienda alguno de ustedes, uno, aunque sea, la escena antigua y actual que ahora les ofrezco, frutilla madura de la literatura oriental. Ya después todos ustedes a seguir con su trajín:

“Señor, no sirvas todavía el vino, que acabo de reflexionar. He aquí que ha llegado el momento en que los comensales están menos alegres, en que la risa duda; el instante en que las danzarinas vacilan, en que las peonías se deshojan. He aquí el único instante en que el corazón habla con sinceridad.

Señor: tú posees palacios, guerreros, vino perfumado. Yo no tengo más que mi laúd, que canta amargas canciones a la hora en que las peonías dejan caer sus pétalos. En esta vida, señor, sólo tenemos una certidumbre: la muerte. Estas bocas que nos besan estarán un día llenas de tierra. Este laúd que vibra bajo mis dedos servirá para refugio de las gallinas. El tigre saltó a los valles donde en otros tiempos erraba el pez Mrang. El coral tapiza los torrentes donde florecían antaño las violetas. Escucha allá lejos, en la montaña blanca de luna; escucha a los monos que lloran en cuclillas, sobre tumbas abandonadas…

Ahora, señor, ya puedes llenar nuestras copas”.

Mis valedores:   a vivir. Qué más. Qué mejor. Vivir, que es más tarde de lo que suponemos. Y el aletazo del tiempo, y  este estremecimiento. (Vivir.)