Santa simplicidad

Esta vez los recuerdos de infancia, mis valedores. Esto que voy a contarles ocurrió en los terrones de mi Jalpa Mineral, en el estado de Zacatecas, y de ello hace ya tantos ayeres que este servidor de todos ustedes, que dobla ya el Cabo de Buena Esperanza, era apenas un payo de primeras luces y silabario de San Miguel. Qué tiempos…

Nunca nada sucedía en aquellos derrumbaderos que pudiese alterar la modorra del caserío, rutina que se amamantaba de campanadas, golpetear de marros en la fragua de don Martín, algún casorio, un bautizo, una muerte violenta, el aullar de todos los perros en el velorio y el estrépito de aquellos camioncitos  Flecha Verde que se van, copeteados de gorrudos, rumbo al rumbo norte. Y no más. La modorra, otra vez, en mi Jalpa Mineral…

Pero aquel día, de repente, la novedad. Fue por carnestolendas, con los bandazos del viento chivero. De súbito mi Jalpa Mineral despertó alborotada: la feria trashumante alzaba sus tenderetes en el terreno baldío del potrero de Animas, y esa misma noche, ante el encandilado asombro del caserío, lo engrifaba de cornetas, flautines y chirimías; de maromeros y payasos enharinados, de féminas de lentejuelas y dos changos marrangos, un anciano y venerable dromedario y dos leones con todo y su domadora –de la que esa misma noche yo, genio (malo) y figura (peor), me enamoré y di en soñarla; en ratos  dormido, despierto las más de las veces. Los feriantes…

Y claro, al olor de la carpa cirquera los camanduleros, polvos de aquellos lodos, no nos iban a faltar; esos pícaros de la aventura y los juegos de trampa y azar, así los apostadores del as y la sota de oros como la sota moza del catre rechinador, ella no de oros sino  de  pesos y centavos. Los pícaros profesionales, gente del mazo de cartas, de la ruleta, de toda suerte, buena y mala, de trapacerías. Y lástima…

Lástima, porque con uno de tales, para mi mala fortuna, me fui a topar. Yo, y conmigo tres payos de mi camada, después de encandilarnos en el mágico mundo del trapecista, los pulsadores y la amazona del caballo percherón, fuimos a dar hasta el tenderete del rufián liviano de manos:

– ¡Dónde quedó la bolita! ¡Métanle para sacar..!

Tres cuencos como mitades de nuez, y rolando entre ellos,  un garbanzo (¿de a libra?), y aquellos dedos tan entendidos en el engaño y el trastupije falaz.

– ¡La mano es más rápida que la vista! ¡Métanle para sacar!

Observé que uno de los mirones jugueteaba en su mano, a lo indeciso, con una moneda de a peso (de aquellos pesos, de los 0.720 que el pri-panismo, como a tantas otras de sus víctimas,  terminó por asesinar), y que de repente, se decidía, y lo plantaba junto al cuenco del centro, o al de esta orilla, o al del lado contrario, y válgame, que  acertaba siempre, y con el peso fuerte retiraba dos. Así de fácil. El palero, por supuesto, quién más.

– ¡Aquí el caballero ganó un peso fuerte! ¡Ya llenó el morral! ¡Metiendo y sacando, metiendo y ganando! ¡Los .ulos no van a la guerra, y el que no arriesga no pasa la mar..!

Tan sencillo como eso. Nosotros, dos o tres cobres calentándose en la bolsa del que los payos llamábamos pantalón y que los gringos de segunda nos transformaron en “yins”,  nos miramos de reojo, y entonces sí: atásquense, ora que hay etc. A doblar el capital, a aprovecharse del candor del camandulero y enriquecerse a lo fácil, Dios me perdone. Y va mi primer moneda al cuenco de la derecha que, yo por mi madre lo hubiese jurado,  escondía el garbanzo del camandulero de feria.  (Sigo el lunes.)

El relato infantil

El relato infantil, mis valedores. Mi madre, al amamantarme (dos años y medio, suertudo que soy), me dormía no con el clásico de Blanca Nieves o Pulgarcito. Ella, zacatecana de origen:

“Grábatelo, mi hijo: el Señor Dios, en la santa misa, reveló a un señor obispo el instante en que dos impíos caían de cabeza en los apretados infiernos. Uno fue el indio Juárez; el otro hereje, el impío Calles, verdugode los santos sacerdotes que tuvieron que hacer la cristera por amor a la santa Iglesia. ¿Ya te dormiste, mi hijo?”

Tal el cuento que arrulló mis ensueños de mamón. Dejé la teta, qué lástima, y tuve que entrar a la escuela, lástima peor. Mi niñez fluyó como la de todo niño zacatecano: con una estampita del cura mártir Miguel Agustín Pro en las manos, pero no una estampita cualquiera, sino una milagrosa. La cartulina mostraba, en negativo, los rasgos lechosos de un rostro informe, como forjado con ectoplasma, del que en el centro se advertía un puntito oscuro como travesura de mosca. Las instrucciones para provocar el prodigio:

“Mírelo el devoto de manera fija y sin parpadear durante el tiempo que tarda en rezar un Padre Nuestro y una Ave María con la intención de que Miguel Agustín sea canonizado muy pronto. Luego mírese al cielo y oh prodigio: ahí aparecerá el rostro del siervo de Dios”.

Y sí. Luego de mirar el puntito, ¡el milagro! Gigantesco, imponente a todo lo amplio del firmamento zacatecano, contra la claridad purísima se revelaban, ya en positivo, los rasgos del padre Pro, virgen y mártir del impío Calles. Los rasgos de barretero zacatecano me acompañaron al seminario donde, gracias sean dadas a las sotanas, aprendí a hablar y escribir en español: Suertudo que soy, repito.

En fin, que mi niñez zacatecana transcurrió a la diestra del padre, mi don Juan, y de aquella runfla de tíos, corazón cristero. Cabalgando con ellos (en ancas del penco, con la intención de que mis cristeros parientes conmigo se protegieran las espaldas por cuestión de algún rencoroso adversario de religión), viajaba yo hasta La Cañada, y detrás mezquites y encinas, fortines naturales, me topaba con aquellos montones de casquillos de máuser y carabina, cáscaras de la almendra de plomo con que el general Gorostieta y sus fanáticos (“¡Viva Cristo Rey!”) agujeraban la cuera de guachos pelones del “impío” Calles. Esto con el pecho protegido con el escapulario de paño con la leyenda:

“¡Detente, bala enemiga, que el corazón de Jesús está conmigo!”

Fue así como encontraron la muerte mis cristeros paisanos en su intento por desencuadernar la Constitución. Los difuntos de sotana y chaparreras quedaron, junto a los casquillos vacíos, detrás del pochote aquel, y del huizachito, y de la varaduz. Hoy, los restos de una Constitución desencuadernada hasta las pastas, ¿dónde fueron a quedar? Los ideales de los Gómez Farías, Mora, Juárez  y demás liberales, ¿no murieron de inanición por más que algunos ideólogos intentaron resucitarlos en la Convención de Aguascalientes y después Cárdenas? Sí, ellos lograron aplacar a los levantiscos de sotana y capa pluvial; pero que (a la  buena Fox y a la pésima el otro) trepan a Los Pinos los beatos del Verbo Encarnado, y entonces…

Las sotanas triunfaron, Los Rivera, Sandoval  y congéneres, dueños son de la voz, la homilía, la encíclica, la política del país y el 130 de la Constitución. Hoy, mancornados a los yunquistas del Verbo Encarnado, los reverendos dictan condiciones y ladean el país totalmente a la derecha. ¿Nosotros, en tanto? (México.)