Beatitud

El presente, mis valedores, es un recado para el flamante beato Juan Pablo II. Mister amigo de México:

Comienzo, señor, con la aclaración para mí indispensable: por más que unos intereses nebulosos me lo hayan empericado allá, en la mera cumbre de unas honras que para mí siempre serán honras fúnebres, ya hoy sea  beato y mañana santo  usted nunca ha sido ni nunca será santo de mi devoción. Beato señor:

Antenoche soñé que la aureola todavía con la etiqueta de fábrica, usted  se me quedaba viendo con un fulgor de sorna en los ojos, y que  se burlaba de mí con la frasecita que me hincha los hígados:

“Haiga sido como haiga sido” yo ya ando acá arriba. Ese fue el primer milagrito con el que me estrené de beato, cómo la ves.

A ver, a ver: ¿de veras se siente beato? ¿Desde cuándo, señor? ¿Cuánto le vino costando  la beatitud?   ¿No le provoca un tanto así de verguenza saber que  a los altares lo encaramaron la mercadotecnia y unas jugadas de ajedrez, de pizarrón,  para dar en muchos sentidos respiración artificial a la institución clerical con la que en el siglo IV sustituyeron al cristianismo Constantino y su reverenda madre, la  Santa Elena?

Porque no se engañe, señor, no pretenda engañarnos: no fueron sus méritos personales de histrión mundial los que lo treparon en las alturas, sino unas circunstancias perfectamente mundanas. Hablando en plata, la del Banco Ambrosiano que usted manipuló con el electricista Walesa en la mente: este de la beatitud es un milagro de la Casa Blanca y una treintena de mega-ricos aborígenes, de la industria del periodismo y, por supuesto, de la sotana y la capa pluvial. ¿Que tienen más mérito para la aureola don Sergio Méndez Arceo, don Samuel Ruiz y tantos beneméritos de esa Teología de la liberación que usted intentó asesinar a mansalva? Ahí está, si no,  monseñor Oscar Arturo Romero, santo sin aureola de sololoy; pero no, que en su momento, desde el púlpito y con la diestra sobre la Biblia, lo proclamaron los Norberto Rivera, Sandoval Iñiguez, Onésimo Cepeda, Carlos Aguiar y cofrades:

Oscar Arnulfo es un peligro para México…”

A mí, beato señor, inadvertida me pasaría su aureola sietemesina si no fuese porque estudio la historia, esa estrella polar que me guía y advierte: cuidado, mucho cuidado, que este beato pudiese tratar de “legitimarse” y en el objetivo imposible acudir a la más audaz, temeraria e imprudente de las medidas públicas: arrojar el Estado a  una guerra contra evangélicos, adventistas o puritanos tardíos, si alguno encuentra a su paso. ¿Así piensa desangrar los dineros de El Vaticano para financiar una guerra insensata? Una vez que su guerra particular amenace con ahogar en tsunamis de sangre, lágrimas y dolor todo El Vaticano, ¿piensa disfrazar el horror de la cotidiana masacre con el eufemismo de “lucha”? Qué regazón de cadáveres, qué sembradío de fosas clandestinas  irían a cubrir el territorio de El Vaticano…

Finalmente, señor: cuando ya con el tercio no se levante, ¿sería capaz de violar una vez más las leyes del Estado y viajar hasta mi país con el solo propósito de suplicarle al señor de Los Pinos que le haga el milagro, y se lo implore con ruegos tan  lastimeros y lastimosos como estos:

“Padre santo, estamos sufriendo por la violencia. Ellos, los habitantes de El Vaticano, lo necesitan más que nunca; estamos sufriendo. Lo estaremos esperando”.

¿Será usted capaz, santo beato impostor? Lo dudo. Después de todo es usted, cuando menos, un  varón enterizo. En fin. (Laus Deo.)