Así que día del abuelo…

Senectud, divino tesoro, que te vas para no volver. Sé lo que digo, mis valedores, que a estas alturas de mi existencia ya voy doblando el Cabo de Buena Esperanza. A medias del próximo mes cumplo un año más de mi vida, que a fin de cuentas resulta que fue uno menos, y ya lo advierte a alguno de sus amigos el tremendo Groucho Marx:

“Esa mala costumbre de cumplir años va a terminar por llevarte a la tumba”. (Macabrón.)

¿Aletazo de la muerte, tal vez?  Porque yo, a semejanza del marinero que a medias del mar se topó con el mensaje de auxilio en la panza de una botella, en aquel viejo ejemplar de viejos poemas que de la librería de viejo rescaté alguna vez, un viejo pedimento de auxilio me vine a encontrar. ¡En la inminencia de mi cumpleaños! Años de polvo y vetustez en el último rincón de la librería se prolongaron en mi biblioteca con aquel papeluco amarillento de vejez, y ello vino a ocurrir ayer mismo, en vísperas de un vagoroso Día del Abuelo, en la tarde aterida de lluvia friolenta que enlaciaba el ramaje de pinos y pinabetes. Yo, aquel suspirar…

Desde en la mañana arrastraba una indefinida depresión (ella me arrastraba a mí), y qué hacer, sino aferrarme al último recurso, ese que para algunos es el rezo milagrero, para algún otro la botella y para México librarse ya y para siempre de la cantaleta aquella de que “amigas y amigos”. ¿El recurso, para mí? Acunarme en mis libros, y la casualidad: apenas abriendo el vetusto volumen, a penas me remitió. Las tristuras, por conjurarlas, se refinaron.

Y no quiero morir. No quisiera morir – Amo la vida porque está colmada de poesía – Y de crímenes, y de odio y rabia y lágrimas…

El suspirillo, las vagorosas tristezas. Ya cerraba el libro cuando el papel encogido a dobleces se me vino a las manos. Lo fui desdoblando, leyéndolo, contristándome al tenor de la tarde aterida de amagos lluviosos. Era aquel un mensaje sin principio ni término, amarillento de vidas y  años,  en el que alguien que se confesaba viejo de edad (no “adulto mayor”, no seamos hipócritas para usar tan cursi eufemismo) aludía a su drama personal. El anciano, ¿vive o muere a estas horas? Leí:

“…con engaños y  tras de sustraerme a la mala mis pertenencias, en un asilo me fue a encarcelar  el menor de los hijos, el más amado de todos. ¿Cuándo ocurrió? Eso no logro ubicarlo, tanto se me ha raído la  memoria.

En el asilo acabé de envejecer. Pero, fuerzas de flaqueza, logré fugarme y venirme  a refugiar de mis hijos, solo y mi alma, en este cuartucho de azotea, vecino de gatos y lavaderos, abierto a vientos, lluvias y carrasperas. (Afuera de mi covacha las palomas, a zureos, reniegan de la llovizna.)

Tardes de domingo como esta son las más melancólicas para quien envejece de una soledad de lomo engrifado como gata en brama. Ah, soledad, la peor compañía del humano.  Por  conjurarla me he puesto a abrevar remembranzas en mi altero de viejas fotos, que más me dañan que aligerarme el espíritu. Ahí, macollo de ausencias,  oficio de mis fieles difuntos:  desvaídos rasgos de la que fue mi amantísima (canto, risa, el picor la especia, el geranio, el no-me-olvides, el deseo encuevado en el catre de latón). Qué joven fui una vez…

Me he puesto a barajar mis fotos: partos,  hijas, nietos, hijos ya muertos o más distantes todavía: desbalagados, o todavía más distantes: desagradecidos. Ah, esta herida que no cesa, el hijo fallecido por oscuro conflicto entre la sota moza y la sota de bastos…»

(El final del recado, mañana.)

Los viejos somos así

Por olvidar invoco el piadoso alzhaimer…

Algo les contaba ayer, mis valedores. ¿Qué les contaba? ¿Día de qué celebramos ayer? Ah, sí, el Día del Abuelo, que conmemoré en compañía de todas las gentes de mi familia, y las charlas aquellas, y las risas, los abrazos, los parabienes. ¡Día del Abuelo, júbilo colectivo!

(Pero a ver, un momento, fuera el alzhaimer. Yo no tengo familia con qué celebrar. Soy solo, sin más, y no existe compañía más peligrosa que la soledad. Hablando solo termina el desventurado, y algo más: tampoco tengo la buena ventura de ser abuelo. No conocí la dicha agridulce del nietecillo. No me lo dieron  el Tomás primogénito ni Mayahuel, esa sota moza tan bella que en ocasiones parece hacerlo a propósito. Pero este alzhaimer terco, que se ha aquerenciado conmigo. (¿Qué les contaba en la fabulilla?)

Y la coincidencia, mis valedores: amanecí con el ánimo marchito por una  terca depresioncilla que me llevó a aferrarme al libro, y en el de poemas antañones me fui a topar con aquel papeluco donde algún solitario se dolía del aislamiento, de la soledad, de los amores que se fueron, de los hijos ingratos. Aquí el final:

«Me he puesto a barajar mis fotos: partos,  hijas, nietos, hijos ya muertos o más distantes todavía: desbalagados, o todavía más distantes: desagradecidos. Ah, esta herida que no cesa, el hijo fallecido por oscuro conflicto entre la sota moza y la sota de bastos. Ausente uno más, que de mi se ha olvidado,  pero cuyo olvido fue menos ingrato que el de roqueño corazón que me encerró en el asilo. En estas ácidas, corrosivas tardes de domingo, intento olvidar y recuerdo; procuro recordar, y olvido. Olvidar, invocar el piadoso alzhaimer…

Obsesión: aún tan escaso de años y bienes como sobrado de ilusiones, fui padeciendo gozosas heridas de aquella sucesión de mujeres que, costras de las heridas, me dejaron no más que estas fotos, dedicatoria, fechas vetustas y unos marchitos pétalos emparedados entre sonetos, rimas y redondillas. De súbito, el fogonazo: llegó ella, la Mujer, y ahora mi mente burbujea de romanzas y trovas, luna llena, mandolina y ventana grifa de dalias. Y aquí estoy, y avizoro el final, y porque esta soledad pesa como plancha de acero sobre mente y corazón, voy a enviar este mensaje a ver si alguno…”

Ese “alguno” fui yo, y aquí finaliza el manuscrito. El papel en la diestra, por la ventana miré una tarde que la llovizna tornaba remedo de anochecer, y de noche todas las tardes son pardas. ¿Quién será, cómo sería el del clamoroso pedimento de auxilio? Yo, entera mi soledad, qué hubiese podido compartirle, si no tristuras para intercambiarlas como monedillas en desuso, descontinuadas…

Un suspirillo; en las pupilas el picor. Contemplé la tarde aterida, vi el encabezado del matutino:  “Solos,  millones de viejos”.

No me pregunten qué quise decir – es que tenía un nudo en las palabras.

Pero ayer mismo, mis valedores, ¿celebró alguno el Día del Abuelo? ¿Alguno se percató de la fecha de hace unos meses, Día del Adulto Mayor, eufemismo ridículo? En fin; alguno de ustedes que sepa de edad, achaques y añejos gritos de auxilio, conocerá la causa de esta mi depresión, que acabó de recrudecer el mensaje que me aguardaba en alguna de las páginas del poemario del siglo anterior.

«Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…»

Senectud, cuántos suspiros se cometen en tu nombre. Y qué hacer. No lloro, nomás me acuerdo. Trato de recordar, pero este alzhaimer persistente… en fin.

(¿Qué les decía?)